Días como este, interminables, repetitivos, eran los que más exhausta la dejaban. El Sol se iba escondiendo a medida que caminaba. Pasos ansiosos y atropellados, mientras el aliento casi le faltaba. No sabía si por la rapidez con la que estaba afrontando el paseo o por lo que esperaba encontrar al final. Se comportaría de modo casual, lo más casual que pudiera, claro. Solo tenía que comprar azúcar. Aunque…¿no había comprado ya hace tres días? No sabía que otro producto usar como excusa, la verdad es que ya podría el chico ampliar su inventario… Estaba casi llegando y todavía no se le había ocurrido qué artículo podría necesitar en una tienda de alimentación de barrio, de las de toda la vida. Aunque claro, a esta tienda la llamaban “el paki”. «Pobre, a él no le hace ninguna gracia», pensó Lorena mientras divisaba a lo lejos la esquina que tenía que torcer para llegar a su destino. Estaba tan agitada que ni siquiera pensó en pasar por casa para dejar los planos del edificio que estaba diseñando, o por lo menos arreglarse un poco el pelo, o recuperar una respiración normal y no sospechosa. Pero eso era imposible, el torbellino que llevaba en el pecho mandaba más que su atontado cerebro. Ahí estaba la tienda. “Alimentación”, rezaba un sobrio rótulo sobre el escaparate lleno de carteles entre los cuales podía divisarlo. Tariq ordenaba unos billetes en el mostrador, levantó la mirada justo para verla entrar por la puerta. Ella vestía su habitual ropa de oficina y una deslumbrante sonrisa. Él, su camiseta del Barça y una mirada aterrorizada, y anhelante.
Ya en casa, Lorena rememoraba la escena una y otra vez. Tenía que dejarlo pasar, ya era demasiado evidente que se sentía atraída por él, pero Tariq alternaba gestos de rechazo con amagos de interés. Tomó por fin la decisión de olvidarlo. Que lástima que ella viviera en un primero y la ventana de su salón diera justo a la tienda del joven… Como cada vez que tomaba una resolución así, dejó abierta una puerta de su mente a lo que ella llamaba «destino», y se fue a dormir.
El día siguiente amaneció con una luz fulgurante, el cielo radiaba ilusión y su corazón, optimismo. Esperaba encontrar una señal, algo que le dijera que no cerrara para siempre la esperanza de la oportunidad, que no matara el deseo de ver la sonrisa de Tariq y de imaginárselo abrazado a ella. ¡Ay, pero cuanto tiempo había malgastado en esos pensamientos inútiles!
La cafetera empezó a sonar con ese borboteo que tanto le gustaba, le hacía rememorar su niñez, a su madre levantándose pronto para ir a despertarla pensando que ella seguía dormida… Se sirvió el líquido humeante en una taza y le dio un sorbo. Así, sin leche ni azúcar. Ella odiaba el azúcar.
Marchó con la taza hacia el salón para tomarlo detenidamente, observando la calle. Su calle, calle Escosura.
Le encantaba estudiar los movimientos de la gente mientras transitaban, los gritos por los teléfonos, las risas enamoradas. Y también echar ojeadas traviesas al escaparate de Tariq. Cuál fue su sorpresa (o decepción) al encontrar que habían instalado un monstruo metálico llamado andamio en su propia fachada. Una oleada de pena empezó a inundarla desde los pies, pero cuando llegó a su ombligo se convirtió en un fuego indomable que amenazaba con arrasar el barrio entero.
Bajó a la calle llena de rabia por su desdicha y observó al intruso de hojalata desde afuera para corroborar que aquello era una abominación.
Lola, la hija de Xing Huan, el hombre que regentaba el bazar de la calle de al lado, dejó el discóbolo con el que jugaba en el suelo y se acercó a Lorena.
–¿Qué le pasa señora Lorena?– dijo con voz animada
–¿Cuántas veces te he dicho que no soy una señora, Lola? ¡Es lo que me faltaba! ¿Qué quieres conseguir?¿Que me tire por la ventana?¡Ah, no! ¡Que no puedo! ¡Que tengo este monstruo del infierno enclaustrándome en mi jaula!–Lorena estaba fuera de si, nada podía salir peor.
–Señorita Lorena. Perdón.
–Solo Lorena. Por favor… –Se agachó a acariciar el lacio pelo de azabache de la niña –Perdóname…–dijo con ojos llorosos.
–Lorena, mi papá dice que los problemas no existen, que son solo situaciones interesantes–le regaló una gran sonrisa llena de diminutos dientes de nieve y se marchó a recoger su discóbolo.
Lorena se quedó ahí, patidifusa, contemplando a la gente que caminaba continuando con sus vidas. Sus vidas ajenas a la de ella, con preocupaciones a lo mejor mucho más importantes que esas que ahora le provocaban tanta furia. Y se sintió estúpida.
Esa noche se sentó en el sofá frente a la ventana, mirando el andamio y cavilando. Estaba ya haciendo trizas las teorías de Nietzsche cuando la luz de la tienda de Tariq se encendió. De un respingo se levantó y entre tembleques llegó a la ventana para ver salir de la tienda al muchacho, levantando la vista hacia ella.
Despacio, con pasos cortos, él iba cruzando la calle; mirando la silueta de ella, acercándose a su ventana. Su ventana protegida por el andamio.
Tariq se quedó parado, estaba casi temblando. Titubeaba. Quería levantar el brazo, alcanzar su pelo. Pero en su pecho, escondido, se alzaba un muro gigante que se lo impedía. «¡Odiosos muros!», pensó exasperado. Estaba ansioso por derruirlo.
Lorena sintió que él necesitaba ayuda, alargó su mano hacia la manilla de la ventana, la abrió lentamente mientras miraba los lejanos ojos de Tariq. Dejó la ventana entreabierta. Mientras, seguía manteniendo sus ojos fijos en los de él. Con la mirada invitante.
Se retiró con miedo, arrastrando los pies con esperanza hacia su cuarto.
Tariq se encontró a ras de suelo, frente a una escalera gigante que se alzaba frente a él para permitirle, por fin, saltar el muro que los separaba.
Esa noche durmieron abrazados. Esa noche fue la primera de muchas noches. Esa noche Lorena durmió dando gracias al andamio.
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