Pues sí, papá. Eras tú.

Pues sí, papá. Eras tú.

Pues sí, papá. Eras tú.

Allí estabas. A la vuelta de tu casa. Caminando por la acera. Esa acera que, en los sesenta, construyó por fin el ayuntamiento después de pasar vuestros primeros años rodeados de barro en vuestras nuevas casas. Junto a ti, el seto, los setos, esos setos, tan descuidados ahora, tan desemparejados, tan, tan,…no sé,… tan deshilachados.

Recuerdo cómo, de chavales, jugábamos a empujarnos unos a otros contra el seto – que no me empujes – y a base de jugar y de jugar acabábamos atravesándolo, entre risas y enfados, humillados en la caída, con las entonces frondosas ramas dobladas, esparcidas, despavoridas, mientras oíamos la regañina de turno de vecinos y padres – pero niño, respeta el jardín, hombre -.

Con los años, entre los setos, comenzaron a sobresalir algunas ramas que crecían con fuerza y rapidez con una verticalidad, una individualidad y una vigorosidad extraordinarias. En poco tiempo, en pocos años, su altura doblaba la del seto, convirtiéndose en pequeños árboles silvestres. Aquellos árboles crecieron de forma desmesurada, redoblando altura y anchura al redoblar su edad, y al mismo ritmo en que los setos se iban descuidando.

Detrás de ese árbol, el que está a tus espaldas, un poco más allá, más o menos a la altura de aquella otra acera perpendicular a ésta por la que tú vas, por donde está aquel banco que apenas se ve, justo delante del aparcamiento que construyeron en el antiguo descampado, era desde donde el jardinero regaba. Conectaba su manguera en la boca de riego y regaba, y regaba, y regaba, con un chorro de agua descomunal, que alcanzaba sus efímeros dominios mientras los chavales le provocábamos con nuestro inconfundible cantar – la manga riega, que aquí no llega – hasta que por fin nos mojaba. Y al terminar, mientras recogía su manguera, nosotros, los chavales, jugábamos con el abundante reguero de agua a construir presas – deprisa, deprisa- antes de que la tierra terminase por secarse y el agua por desaparecer.

Y ahí a la derecha, a la vuelta de la esquina a la que estás a punto de llegar, a tu izquierda, era donde entonces jugábamos al fútbol. Nuestro Maracaná. Allí jugábamos grandes partidos, entre grandes equipos, nadie se quedaba sin jugar, banquillos inexistentes, y en las grandes jornadas de verano, bien que podíamos juntarnos diez contra diez, corriendo tras la pelota, sorteando a las niñas que jugaban con sus muñecas, sus cochecitos, sus cocinitas – jolin, bestias – que te quites – regateando a los árboles, discutiendo sobre si fue poste o no fue poste, y elucubrando sobre si fue alta o no fue alta, hasta que al final, sucios, sudorosos, con las rodillas roídas y sedientos de sed, terminábamos el partido y, victoriosos y vencidos, comenzábamos a hacer planes para el día siguiente – chapas, canicas, más fútbol,…- mientras se disipaba la enorme polvareda que nuestros incansables pies habían desencadenado durante el partido.

Con el tiempo, con mucho tiempo, Maracaná desapareció. Surgieron nuevos árboles silvestres que crecieron y crecieron, y que fueron resecando el terreno más y más mientras desaparecían las mangueras de los jardineros, y los mismos jardineros, y las mismas bocas de riego donde conectaban sus mangueras los jardineros. Hasta que una vez, nuestro antiguo Maracaná fue definitiva e irreversiblemente atravesado por una preciosa acera que atravesaba el campo de córner a córner, imposibilitando la práctica de nuestro deporte preferido. Aunque, seamos sinceros, cuando la preciosa acera se construyó ya hacía años que en Maracaná se habían dejado de disputar partidos.

Y es que, con el tiempo, con mucho tiempo, el barrio de nuestra infancia, aquella corta pero eterna infancia, infancia compartida, rodeada de polvo, agua, barro, ruido, bicis, patines, gomas, balones, canicas y chapas, se convirtió en el barrio de vuestra vejez, esa vejez pausada, vejez aislada, vejez seca, con amplios espacios vacíos para el paseo, con asfaltos y nuevas aceras que hicieron desaparecer el polvo, el barro, el ruido, los chavales y los juegos de los chavales. Y se os fueron desapareciendo algún vecino, y luego algún otro amigo, y luego más conocidos, y más y más amigos, todo poco a poco, hasta que vosotros mismos también desaparecisteis.

Y sí, papá, allí estabas, y aquí estás ahora, a pesar de ya no estar.

Mírate tú mismo durante aquella mañana, dando un breve paseo por tu barrio. Solitario, con la calle vacía, los árboles asilvestrados, los setos deshilachados y el Maracaná olvidado.

Ajeno a ese vehículo que, coronado con una extraña cámara sobre su techo, grababa tu imagen para la posteridad y posibilitando el disfrute de tu recuerdo a tus hijos y nietos.

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