¡Maldita sea!, hoy también está lloviendo. La humedad me carcome desde hace meses; la previsiones de anoche aseguraban que hoy no iba a llover, que saldría el sol. ¡Mentira! Quizá es la única manera que tiene Paris de limpiar sus calles de la plaga de hormigas que la erosiona armada con cámaras fotográficas. Pero yo no soy turista, yo vivo aquí, ¡dame una tregua! Estoy agotada de salir cada día cubierta hasta los dientes por miedo al frío o a la lluvia; hace meses que no veo mi piel, que no aireo mis piernas. Ahora tengo que volver a subir los tres pisos a pie, entrar en casa, buscar mis botas de agua, los pantalones impermeables, el abrigo con capucha, el forro para el asiento de la bici, me falta solo una máscara para ser del todo irreconocible, impermeable, invisible. Como si no fuera suficiente amarrar bien la bici, además tengo que cubrir el asiento, caminar como un robot con los pantalones de plástico, soportar el ruido del chirrido de mis frenos en cada semáforo, sentir las gotas que caen de mi casco y salpican en mi nariz. Todo esto teniendo que ignorar la mirada de los conductores que se apiadan de mi lamentable estado y no entienden por qué me muevo en bici con semejante tiempo.
¿Y si cojo el metro?, ¡no!, prefiero mojarme antes de entrar en ese agujero infecto curtido de orines imposible de limpiar sin recurrir a los explosivos. Dante no conoció el metro de París, sino seguro que le habría dedicado uno de los círculos de su bien nutrido infierno. ¿Cuál sería el pecado?, la desidia, la apetencia hacia la miseria humana, la desesperanza. ¡Qué remedio!, la bici.
No he llegado a la place Clichy cuando empiezo a sentir claustrofobia dentro de esta piel impermeable. Necesito arrancarme la ropa y correr desnuda por el parque de Luxemburgo en un día de sol intenso. Para colmo de males tengo que ir a ver a mi hermana al hospital a Neully. Estoy segura que se enfermó a propósito, fue la única estrategia que encontró para obligarme a seguir formando parte de su vida; ¿por qué uno no puede divorciarse de la familia? Al menos la place Clichy no está muy congestionada, normalmente es una lucha encarnizada entre coches, buses y las motos que intentan colarse por alguna grieta en el tráfico compacto; creo que el barón Hausmann pensó inútil construir un boulevard cerca de la depravación de los cabaret de Pigalle. Al menos he conseguido comerme todos los semáforos hasta Villiers; han desmontado el carrusel, ¡qué raro!, lleva años en esa esquina. La tienda de zapatos ha sacado ya las sandalias, ¡que sadismo! Al menos ha parado de llover, a ver si con suerte llego hasta la porte de Champerre sin la tortura de la gota deslizándose por mi nariz; muy gracioso el diseñador del casco, seguro que era chino.
En invierno el cielo siempre es gris en París, no azul, no rojo al atardecer o quizás violeta. Es un bloque de hormigón que siempre amenaza con aplastarte. Tengo la sensación de vivir en un escenario sin tramoya. El público espera a la vuelta del intermedio encontrarse con un cambio de escenografía, el ballet contemporáneo le aburre, esa música imprevisible, esos movimientos sin coherencia aparente, los comentarios idiotas del público snob que busca desesperadamente entre su repertorio de análisis hechos una explicación que salve al coreógrafo de moda. Se abre el telón y nada ha cambiado, el fondo gris, el suelo negro, el vestuario antes rojo y negro, ahora negro y amarillo. El público ahoga el grito de la decepción con pequeños acomodos imperceptibles en sus asientos.
El semáforo del périphérique me ve pedalear de lejos y se apura a ponerse en rojo, él sabe perfectamente que no me lo puedo saltar y se confabula con la lluvia que arrecia y se ensaña; me vienen a la mente las historias de la mitología griega que mi mamá le encantaba contarnos antes de dormir. Poseidón se enfadaba con un pobre humano que le había mirado mal y aquel desgraciado no levantaba cabeza en años. Poseidón y yo nunca hemos tenido mucha amistad, pero me lo imagino escondido detrás de las espesas nubes empuñando su tridente para poner los semáforos en rojo y retrasar mi viaje de Montmartre al hospital.
Neully está vacío, la lluvia tiene algunas ventajas. ¿Dónde están las señoras pijas con sus bolsos de firma y el perrito de bolsillo? Supongo que en casa aterrorizadas no vaya a ser que el colágeno se les descuelgue del rostro con la humedad. ¿Y los niños con sus niñeras negras?, esas nunus cuidadosamente uniformadas que esperan en formación a la salida de los colegios privados del quartier chic. Las aceras están libres, encharcadas, brillantes al atardecer.
Doblo la esquina y ya estoy en el hospital americano, amarro la bici y pregunto por la habitación. El personal está acostumbrado a los extranjeros, así mi malhablado francés no hace levantar las cabezas de los que están en la sala de espera. Aprovecho la soledad del ascensor para inspirar profundamente, retener la respiración unos segundo y vaciar lentamente mis pulmones y con ellos toda mi impotencia. Una vez más, esta vez con los ojos cerrados, treinta y nueve años de resentimiento no se borran con una sola bocanada.
Quinta planta, habitación cincuenta y cinco, bonito número. El pasillo está vacío, la fila de puertas se extiende ante mi como una amenaza, cada puerta esconde un secreto, como un enorme calendario de adviento numerado que en vez de esconder un chocolate, esconde una vida, una familia con personas que se aman, que se odian, que se callan, que perdonan. Mi regalito está en el cajoncito cincuenta y cinco. Allí está mi hermanita esperando a que la abra y me sorprenda con un bombón de chocolate amargo. Mientras abro la puerta me agarro a la esperanza de que, al menos, a la vuelta, haya dejado de llover.
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