Al perro todo se le vuelven pulgas

Al perro todo se le vuelven pulgas

J. A. El que de pequeño jugaba en la plazuela con los niños que ahora serán de la edad de nuestras madres decidió un día que aquella vida de barrio, en este caso Moratalaz, no era para él. Decidió arriesgar y arriesgar al máximo. Se buscó las amistades que sabía que le podían acompañar en aquel viaje. Y, por supuesto, aquellas amistades tenían otras amistades. Víctima de un poder socioeconómico bajo y de una familia que los entendidos de hoy en la materia catalogarían como desestructurada, J.A. pudo ir más allá.

Las malas lenguas susurraron en múltiples oídos que la madre era de vida alegre. Tenía que poner un plato de comida a sus hijos, a poder ser, varias veces al día. Al padre no le fue mejor y se quedó sin trabajo y después, sin paro. Después llego la amputación de una pierna e impedido y sin trabajo, se dedicó a hacer pequeños recados y a pasear esclavo de sus muletas.

En cuanto al resto de hermanos, las vecinas no sabían de quien podían hablar más. La hermana; maltratada por el marido. Se quedó con dos hijas tras la separación y con “una mano adelante y otra atrás”, como dirían algunos. Buscó trabajo durante un tiempo sin éxito, después lucho por mantener un puesto en las tareas domésticas.

El hermano. Según todo el mundo el mejor de todos: amable, simpático, trabajador. El cómo llegó a la cárcel todo el mundo lo desconoce, pero el caso es que allí estuvo. Salió para volver a entrar. Cuando se le vio por el barrio estaba muy cambiado; poco quedaba de aquel chico alto, fuerte y con una sonrisa siempre en la cara. Ahora era gris, triste. Delgado o más bien demacrado. Aunque lo disimulaban, los vecinos no sabían si cotillear o apartarse de su camino. ¿Por qué era de color gris?

Cuando saludaban a la madre por la calle intentaban indagar de forma muy discreta, aunque poca información podían sacar de aquella pobre mujer que poco sabía de la situación. A los pocos meses, la muerte de aquel chico que de alto y fuerte pasó a triste y gris sacudió al vecindario. Sida. Aquella palabra tan frecuente en los 80, que poco a poco fue desapareciendo y que parece que cual ave Fénix ha vuelto a resurgir entre la población. Y todo siguió igual.

En ese ambiente, J. A. continuó su camino. Tenía nuevos amigos; amigos que le acompañaban en un viaje diario o a varios. Viajes que eran caros, aunque ya se las ingeniaba él para conseguir el dinero que necesitaba para podérselos dar. A parte de robar a su pobre madre, vendía cosas. Vendía recuerdos familiares, que ya nunca volverán o vendía parte de sus viajes. En algunas zonas, se podía ver aquel objeto, insulso pero lleno de significado… las zapatillas atadas por los cordones y colgando de unos cables en mitad de la calle. Y ahí estaba él normalmente, ojeando posibles nuevos amigos o la llegada de los habituales. Comenzó a estar más delgado y desaliñado. Comía poco pues no lo necesitaba.

En ese tiempo, le dio por la jardinería y en el balcón de su casa y en los alfeizares de todas las ventanas tenía macetas con unas plantas muy llamativas que cuidaba con esmero y gran dedicación. Verdes, de hojas amplias y aspecto como la palma de una mano abierta. Las señoras mayores alabaron aquel intento de hacer algo con su vida, mientras que la gente más joven lo interpretó de otra manera.

Como no todo podía ser buena suerte, a la madre le diagnosticaron una enfermedad, una de esas que los mayores nunca pronuncian por miedo a “contagiarse”. Una de esas que de ser nombrada atrae a todo lo maligno que hay en la vida. Y comenzó a usar peluca y a salir menos, dedicándose entonces a ayudar a su hijo con la jardinería. Al padre se le dejó de ver dando sus paseos y la gente comenzó a sospechar hasta que se confirmó su muerte.

Quedaban sólo la madre que empezó a dedicarse a cuidar de las nietas y J. A., pero aquello no podía durar y la madre también falleció. Las niñas volvieron con su madre y poco más se supo. A J. A. se le estuvo viendo de vez en cuando, tan educado como siempre, pero atareado en sus menesteres como era habitual. Desde hace unos años, nadie le ve ni ha vuelto a saber de él. Fue desapareciendo poco a poco y a nadie le extrañó. Su casa, que tantas historias y desgracias presenció, está ahora vacía. Y ya nadie riega las plantas del balcón.

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