El vecino le parecía extraño, pero no sabía bien por qué. Era una persona corriente de las que pasan desapercibidas: ni moreno ni rubio, castaño; los ojos, al no recordarlos suponía que marrones; estatura media; ni gordo ni flaco. Habían intercambiado alguna palabra de cortesía en el ascensor o en el garaje, de esas conversaciones carentes de interés: parece que hoy refresca, espera que te sujete la puerta, hoy han abierto la piscina y poco más. Quizá fuera esa maldita habilidad para aparecer de repente con su sonrisa indescifrable. Vivía solo, ella no y suponía que tendría su misma edad.
Aquella tarde de invierno Martina volvió pronto del trabajo y aprovechó para preparar una cena con la que sorprender a Elías. Entre el tintineo de los cacharros le pareció escuchar un ruido en el descansillo. Esperó atenta por si Elías llegaba antes de lo previsto, pero la puerta de su casa permaneció callada, así que siguió pelando la verdura. Miró el reloj, los martes por la noche era el día de su serie policiaca favorita, iba muy bien de tiempo.
De pronto el sonido del ascensor y un «mierda», luego otra vez el ascensor. Martina pensó que su vecino se habría olvidado algo en el garaje. Continuó entre vapores que le abrían cada vez más el apetito. Aprovechó para abrir una botella de vino tinto. La radio le trajo una de sus canciones favoritas que cantó con una cuchara de palo a modo de micrófono. Acabó el sofrito y lo estaba ligando todo en una cacerola cuando pudo escuchar unas llaves y más exabruptos. Apagó el fuego: ¿que le ocurría a su vecino?. Esta vez no pudo evitar acercarse a la mirilla, no vio a nadie en el descansillo pero escuchó unos pasos que se precipitaban escaleras abajo. Agarró él plumas y sin más, decidió seguirlo.
Ya en la calle se miró los pies y pensó que no llevaba el mejor calzado para seguir a alguien. Incómodo y ruidoso. Se los quitó y con ellos en la mano continuó hasta la puerta de la urbanización que estaba a punto de cerrarse, la atravesó de perfil y le buscó. Una sombra doblaba la esquina. Avanzó pegada al muro alejándose de la luz de las farolas. Su vecino cruzó la calle sin mirar, no había ni un alma, lo propio en Sanchinarro entre semana amenazando tormenta. Se paró junto a un contenedor de reciclaje y sacó su teléfono, le pareció que se escribía con alguien. Martina esperó detrás de un coche aparcado hasta que el vecino retomó su marcha. A juzgar por sus movimientos, parecía enfadado. Continuó por el bulevar y ella le siguió en la distancia, agradeció llevar sus calcetines con lana por dentro. Por un momento pareció dudar hacia donde girar y ella se escondió detrás de un árbol. Giró a la izquierda una calle más. La sombra de un garaje pareció engullir la suya. Ahora cruzaba por el puente de la M-30. Aceleró el paso como si ya le quedara menos para llegar a su destino. Seguramente se iba a reunir con la persona con la que se había escrito. Fué eligiendo calles cada vez más mas estrechas y solitarias. Tan solo se cruzaron un gato callejero. Se detuvo junto a una papelera para encenderse un cigarro y su rostro quedó brevemente iluminado por la llama del mechero. A lo lejos se escuchó un trueno.
Sus pasos eran cada vez más rápidos y le costaba seguirle. Cuando pasó junto a un cartel de neón, Martina vio un objeto que sobresalía de su bolsillo; una navaja. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Todo iba encajando. Su vecino discutió con alguien y volvió a casa para prepararse para ajustar cuentas. Los psicópatas pasan desapercibidos en su entorno, hasta que un día cometen un asesinato y luego nadie se lo explica. Pero, ¿qué podía hacer ella para evitarlo?. Oculta tras un buzón de correos pensó en llamar a Elías y entonces fue cuando se dio cuenta que lo había perdido de vista.
– Hola, ¿qué haces por aquí?.
Martina tuvo que reponerse del susto antes de incorporarse y contestar.
– He…. bajado a buscar tabaco y….. se me han caído las llaves.
Menos mal que no había cogido el bolso y llevaba las llaves de casa en la mano.
– ¿Quieres un piti?. Difícilmente vas a encontrar tabaco por el barrio a estas horas.
Martina no dejaba de mirar el bolsillo donde había visto la navaja.
– Gracias, pero voy a la gasolinera.
– A partir de las diez no venden.
– Pues a un bar que encuentre abierto.
En buena hora se había apuntado a clases de defensa personal, pero lo mejor sería correr.
– ¿En esta zona residencial? me parece que tienes un buen paseo- dejó entrever sus dientes amarillos.
– Quizá sea un buen día para dejar de fumar.
Mientras se disponía a alejarse de allí como un rayo, aparecieron las luces azules de un coche patrulla. De un salto se puso en medio de la calzada y lo detuvo.
– ¡Tiene un arma!
Los agentes bajaron y pusieron al vecino contra el coche.
– ¡En el bolsillo derecho!
Le cachearon y la sacaron la navaja.
– Es un USB- dijo asombrado.
Martina sintió cómo su cara ardía y hubiera agradecido que los nubarrones por fin descargaran limpiando su verguenza, pero no parecían dispuestos a colaborar. Maldijo aquellos que inventaron darles formas ridículas a sus cacharros electrónicos.
Extendió la mano y sin mirarlo, le aceptó el cigarrillo. Era un buen momento para empezar a fumar.
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