Mi calle no era la más bonita, ni la más grande. No rebosaba comercios, es más, no tenía ni uno. Tampoco bares. Por no ser no era ni una calle. Era un plaza y entre sus límites me vio crecer y no solo ella. En los pueblos el aire mueve los visillos de las cortinas por dentro, mostrando y ocultando ojos arrugados por el tiempo, ávidos por encontrar historias para tergiversar después. Al fin y al cabo la ventana es más antigua que la televisión y la vida más interesante que la ficción.

Aún recuerdo el áspero calor del asfalto sobre mi piel. Ese abrazo cargado de piedrecitas y dolor que me recordaba cual eran mis límites. Nada que no arreglase un poco de mercromina aderezada con un beso de los que curan, de los de mamá. Balones contra cristales y cristales contra balones. Batalla dura para los cristales que no soportaban los golpes certeros de futuros futbolistas que se quedaron por el camino. Timbas de brisca en las esquinas, a un duro nada más y nada menos; y el alegre traqueteo de un carro repleto de hortalizas.

Ahora estas más bella que nunca, con tus adoquines ordenados y los árboles bien cercados. Las fachadas se visten de muchos colores, por fin han mudado su rojizo color de adobe. Has ganado en presencia pero has perdido tus partidas, tus niños con heridas, tomar la fresca en las noches de verano. Nadie se asoma ya a tus balcones, no hay chismes no hay rumores. Es lo que pasa por ser plaza de pueblo has perdido lo importante, la vida.

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