Con una fuerza descomunal, la barra de hierro oxidado fue silbando en el aire hasta impactar de lleno en las espinillas de Lucas. Apretó los labios y contuvo las lágrimas como pudo.

– Pero tío, ¿qué haces? ¡Déjanos ya! – Le grité yo al ogro, que con sus lentos movimientos buscaba nuevos herrajes con los que atizarnos, mientras nosotros intentábamos escabullirnos y recomponer nuestras filas – ¡Lucas! ¿estás bien? – le pregunté con la certeza de que era una pregunta tonta pero necesaria.

– Farola, farolón, os voy a machacar. A ti y a tus amigos. Sois unos capullos – La bestia reía y seguía blasfemando por su boca pastosa, con su chándal sucio y raído y sus aires descuidados, fruto de su familia desestructurada.

– Javi, vámonos. Este tío está loco. Creo que tengo sangre en las piernas – Dijo Lucas mientras su cara palidecía por momentos – Tengo 20 duros, no me los va a quitar. Os convido a un flashde fresa, si queréis, pero vámonos ya.-

El panorama no pintaba bien por lo que una retirada era de lo más acertado en aquellos momentos. De hecho, el resto de nuestra pandilla, Dani y Joaquín, habían iniciado ya la maniobra por uno de los flancos que quedaban libres en la calle, balón en mano, mientras le tiraban a la mole infecta de cráteres faciales y pelusa adolescente, las pocas piedras que encontraban en su retirada.

– ¡Mamones! Venid aquí. Me las vais a pagar. Dadme el dinero que tengáis – replicaba el bárbaro al tiempo que mascaba su propia bilis sin conseguir intoxicarse en su propio odio.

– ¡Que te den! – soltaron casi al instante los escurridizos Dani y Joaquín, a una distancia suficientemente prudencial para poder permitirse esas formas con nuestro enemigo común, un quinceañero abusón de nuestro barrio, con mala fama, mala leche y un prometedor expediente en reformatorios de menores.

Eran los años 80. Nuestros padres, funcionarios de vocación y por ende, profesión, se encargaban de sacarnos del autárquico letargo español de las últimas décadas a su manera. Y no había tiempo para más. Mientras tanto, sus hijos jugaban plácidamente a la pelota en la calle, siempre que no hubiera un cartel que lo prohibiera, o una obra. Las obras siempre impedían jugar. Palabras como acoso escolar, maltrato o la más reciente bullying, no existían en sus diccionarios donde todo su cosmos se centraba en la p de prosperidad, v de vivienda o t de trabajo. Los hijos se crían solos, era la principal consigna educativa que daban los orientadores. Lo que tienen que hacer es jugar en la calle.

En la calle, eso es. O en Leningrado, como a mí me gustaba llamar a mi calle el día que estudié, años después, la Segunda Guerra mundial. Esa misma calle donde mi amigo Lucas conseguía moratones sin protección oficial a la sombra de nuestros pisos VPO, día sí y día también. Esa misma calle, sin asfaltar, de albero y semiboscosa, que bien podría convalidar varios años del servicio militar obligatorio. Lucas era flacucho y muy espigado para su edad. Con una prominente y desproporcionada cabeza, se ganó en el colegio, el poco creativo, aunque visualmente efectista mote de farola. O farolo. O farolón, cuando el agresor verbal se sentía inspirado. Sus amigos le seguíamos llamando por su nombre, pero los matones del entorno no le daban tregua ni un segundo. Siempre iban a por los más débiles. Olían el miedo, como los perros.

– Deja de llamarle farola, gilipuertas- Me aventuré a soltarle a la bestia. Hay que reconocer cómo la valentía era directamente proporcional a la distancia que uno alcanzara de su interlocutor. El orco de las cavernas sonrió de repente. Eso me estremeció. Había encontrado entre la maleza varios objetos nuevos que arrojarnos sin contemplaciones. Y no tardó en acometer los planes que en su cabeza se imaginaba. Una piedra del tamaño de la cabeza de un perro fue el primer objeto. Iba hacia mí, pero conseguí evitarla con un salto ágil hacia mi derecha. Acto seguido una cadena oxidada de moto que, tras tomar impulso, hizo volar por los aires, golpeando en un árbol próximo a Lucas. La bestia quedó extenuada ante su hercúleo esfuerzo, que de haber acertado, bien podría habernos causado lesiones importantes. Y nosotros terminamos de huir mientras le hacíamos la peineta desde lejos, en parte para soltar nuestra rabia e impotencia y en parte, de nuevo, ante el éxito de nuestra escapada.

– Ya te pillaré…¡Farola! ¡farolaaa! ¡farolón! – se esforzaba en repetir, mientras simulaba correr hacia nosotros. El bruto en cuestión habitaba en nuestro barrio y escaramuzas dantescas como esa, eran nuestro pan de cada día. Con padres alcohólicos y unas carencias emocionales que sobrepasarían al propio Jean Piaget o Skinner, el pobre Isidoro, así se llamaba nuestro agresor, luchaba contra su propia realidad como podía. Rabia e ira contra niños de diez años era su principal fuente para canalizar todo ese dolor.

Y así continuaron aquellos días, hoy recuerdos en sepia, pero cargados entonces de tonos fríos, morados y multitud de arañazos. Soportábamos nuestra propia guerra fría, en una calle sin pavimentar, mientras en la tele imágenes de portaaviones con misiles hacían pensar que había cosas peores.

Un día de 1989, Lucas me confesó con una alegría incontrolable que se había mudado de piso. Ya no viviríamos tan cerca como para jugar por las tardes y únicamente lo haríamos en el colegio. Su cara expresaba pena por dejar la pandilla habitual, pero sus ojos reflejaban la ilusión del que comienza en un nuevo hogar. Sin orcos, bestias, ni armas arrojadizas o peligros esperando en cada esquina. Recuerdo que la noche que me lo dijo, vi en la tele una noticia muy importante de gente rompiendo una pared enorme en Berlín. Y pensé que a Lucas le había pasado lo mismo. Había roto su propio muro para empezar a vivir una nueva vida con menos opresión.

Calle Tarfia, Sevilla.

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