Mi calle de hoy no es la misma de hace todos los años de mi memoria. En la calle acechaba lo malo, aquello para lo cual mis padres no tendrían protección. Las niñas no andan en “la calle”. Había que quedarse de este lado de la reja.
Hoy La Calle es mi liberación diaria, un ejercicio de fantasía, el alivio mágico a la rutina de la casa, aun cuando implique ensoñaciones rutinarias también. Mi calle empieza cuando abro puerta y ventanas y amanece para mí como un regalo. Siempre, en todas mis épocas, ha tenido maripositas de las amarillas comunes y sonidos de aves. La calle me embruja por las historias de sus personajes que son míos: vecinos, rostros de la misma hora y recuerdos de los que ya no están, pero siguen viviendo en mi calle.
Gracias a mis vecinos no necesito reloj, sus rutinas exactas guían las mías.
Qué piensa la mujer que camina el pasillo del edificio a las 7am? Taconea y le chorrea agua del cabello largo rizado como el de mi amiga Zelandia que se ponía un mucílago casero de linaza y no le chorreaba (¿será que un día le pregunto si ha probado a usar linaza?), ese cuello mojado le debe fastidiar. Nunca sonríe. Va uniformada y apurada, y mi historia luego del cabello mojado continúa con quién la buscará: alguien que la hace sonreír, una amiga con carro, un taxista muy puntual? Y ella debe pensar que siempre la miro. De lunes a viernes.
Mi vecino del otro lado de la pared vive solo. Los primeros sonidos de humanos de mis mañanas son suyos, y que bueno, porque mi historia para él es que muere. Que un día no hace ruido de cafetera pero yo como estaba muy concentrada en hacer desayuno y almuerzo no me percaté si no a los dos días cuando sus carros no se han movido (es un hombre mayor con dos carros). Algo le pasó…al señor Eduardo… (¿Será que un día le pregunto su apellido?).
Hay un vecino que saluda y es amable y enciende su carro a las 6:30, la hora cuando todos nos damos cuenta que llegaremos tarde una vez más. El va y regresa una hora después. Nunca apurado, ni serio, habla, sonríe, siempre en su casa. Algún día le preguntaré por qué está feliz y qué come si no trabaja.
Dejo los niños en la escuela y ahí me quitan los grillos. Empiezan seis horas de vida sólo mía. ¿Alguno de mis personajes mañaneros harán “historias” de mí? ¿Debería yo enfrentarme a la calle con desconfianza como hubiesen querido mis padres? No, nunca lo hago, por el contrario me entrego dócil a la luz, a la brisa, al olor de mi café y del café de todos. Guío y hablo con Segunda (mi camioneta, ya achacosa, fiel, adalid de la libertad como me dijo mi amiga Mercedes, psiquiatra); con inocencia digo “llévame con bien Dios, llévame con bien Segunda, que todo salga bien hoy”. Y sigo viviendo la maravillosa calle y haciendo historias.
La calle no está afuera. O sea, no solo afuera, la mitad está dentro de mí.
Hay un trayecto hermoso de mi calle extendida, cuando voy al trabajo y son las 7:15 am: es el trópico maravilloso, la avenida Fucho Tovar, en la Isla de Margarita, entre cerros, y dirección La Asunción-Porlamar: te aparece imponente el mar y Tierra Firme, el Estado Sucre. Bellísima y caprichosa vista como los arcoíris que a veces llueve con sol y aparecen y a veces llueve con sol y nada. Y como es vía rápida es una imagen breve. Inevitablemente siempre en esos segundos de encantadora calle recuerdo a Dámaris mi amiga carupanera, sucrense, y el momento exacto en que me reclamó (teníamos 18 y 20 años y estudiábamos medicina) que a Sucre le quitaban el agua en temporadas vacacionales para mandarla por la tubería submarina a Margarita. Dámaris no está, para desgracia de mi corazón se mudó de país, para bien del suyo vive en Madrid. Pero se quedó viviendo en mi calle, por segundos cuando aparece Sucre en el horizonte, a veces, dependiendo del clima. De lunes a viernes.
Y mi historia en este momento es un puente. O Dos. Para llegar con Segunda hasta Sucre y hasta Madrid.
Ya en estos momentos de mi calle mañanera se me ha hinchado la felicidad de haber traspasado la reja de mi casa. Rápidamente me acercaré a los primeros humanos para interactuar: los vigilantes del estacionamiento del Hospital. “Buenos días” y unos responden otros no. No están entrenados en atención al público. Hago historias rapiditas con ellos: este está amargado porque no desayunó, este vive con una mujer que le gusta mucho y además tiene unos hijitos que lo abrazan, este no quiere hablar porque aun está borracho o le duele terriblemente una muela, esta señora mayor responde el saludo y es muy amable porque está feliz de sentirse útil cuidando una puerta. Qué lástima que un presidente loco les haya puesto el nombre de “milicianos” y haya mandado a regalarles la comida. Es poco para ellos. Están castrados. ¿Será que un día iré a la Sorda Dirección del Hospital a sugerirles con señas que los entrenen en atención al público?
Luego me embrujan los amores de estacionamiento. Enmarañados. Esperan. Encuentran. Escapan. Pero se me acaba el tiempo. Me quedan pendientes historias de estacionamiento…apúrate…son las 7:30…Me queda pendiente revisar el Libro de Mariposas que me regaló el Sr Pincho (que tampoco está pero vive en mi calle, en las maripositas amarillas de mi calle actual): ¿aparecerán las maripositas amarillas comunes y corrientes? no deben estar…son muy comunes…o si están… empieza con ellas…apúrate…llegaron los cirujanos…
Va terminando el embrujo, me aferro a la libertad…, a la belleza de Mi Calle… ¿A cuántos de Uds. les han regalado un Libro de Mariposas?
Termina mi calle porque tengo que entrar al Hospital y dejar de soñar.
Mi Calle de 1978
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