Ese día Lorenzo despertó agitado, no sabía donde se había quedado dormido. Tardó unos segundos en recordar que la banca de la plaza estaba ocupada y tuvo que buscar un lugar nuevo.
Se desperezó y chocó su cabeza con una superficie dura. Se había quedado dormido en el pórtico de una casa abandonada de la Avenida Belgrano, un lugar que no era de sus favoritos por varios motivos. Los vecinos eran ruidosos, y tenían chicos pequeños, por lo que ese día los ruidos de los llantos lo despertaron temprano. Además los escandalosos autos que iban a pasear en la mañana del domingo ayudaban a interrumpir sus sueños.
-¡Vago!- le gritó una señora que pasaba con su carrito de compras- ¡Vaya a trabajar!
Lorenzo, acostumbrado a ese tipo de comentarios, lo obvió como siempre. Se levantó de donde estaba y se dispuso a caminar. Sabía exactamente a donde tenía que ir para tomar un café, pero antes de inmiscuirse en sus pensamientos algo llamó su atención. Por la vereda que había pasado la señora había un pedazo de papel blanco con algo escrito:
“Escucha lo que te mando: esfuérzate y sé valiente. No temas ni desmayes, que yo soy el Señor tu Dios, y estaré contigo por donde quiera que vayas.”
No supo por qué, pero Lorenzo se guardó el papel en el bolsillo y se dirigió al quiosco de Don Carlos, el cual día por medio lo dejaba barrer su vereda por un cafecito y una media luna.
-Buen día Don Carlos- saludó desde afuera Lorenzo, levantando su mano.
-¡Lorenzo, querido!- respondió el quiosquero con una enorme sonrisa-¿Cómo amaneció? ¡Hermoso el día hoy!
-Hola Lorenzo- saludó Celeste, la nieta de Don Carlos, que jugaba en un rinconcito del local. Se paró y le dio la mano como hacia siempre.
-¿Cómo va, princesa?-Lorenzo simuló una reverencia y le devolvió el saludo.
La niña rió y se dirigió nuevamente a su rincón, continuando con sus juegos. Lorenzo ya sabía lo que tenía que hacer. Se dirigió a una pequeña puerta de madera en donde tenía todos los productos de limpieza que siempre usaba y se dispuso a trabajar.
Era muy agradable el barrio a esa hora. Ya se empezaba a sentir el delicioso aroma a café de la máquina de Don Carlos, mientras el sol acariciaba los altos edificios de la cuadra. De fondo se escuchaba la frenada de muy pocos colectivos que paraban en la esquina y los gritos de Pedro, el diariero.
-¡Adiós, Lorenzo!- saludaban algunas señoras que se despertaban temprano para hacer las compras y luego a dirigirse a quien sabe dónde.
El hombre se limitaba a asentir con la cabeza, ya que no perdía ni un minuto en terminar de acomodar la vereda. Le ponía mucho empeño, ya que le recordaba a cuando trabajaba en la fábrica de su primo en Barracas, la cual hacía varios años había caído en bancarrota.
-¡Impecable, Lorenzo!- exclamo Don Carlos, cuando se hubo terminado la labor- ¡Entre, así se toma el cafecito que esta calentito!
-Muchas gracias, ¿Podré pasar antes al baño, Don Carlos?- pregunto Lorenzo tímidamente.
-Pero por supuesto, señor, adelante- autorizó el hombre.
Mientras se aseaba un poco su melenuda y espesa barba, Lorenzo divisó un pequeño recorte de papel pegado en una esquina del espejo. Le llamó la atención, ya que hacía dos días atrás eso no estaba allí. Se acercó para leerlo y se llevó una sorpresa cuando se dio cuenta que llevaba la misma leyenda que el que había encontrado él mismo en la calle hace unas horas atrás.
-Disculpe que lo moleste, Don Carlos, ¿Qué es ese papelito que está en el espejo del baño?- preguntó Lorenzo a su patrón mientras tomaba su rico café.
-Me lo dejó el Padre Horacio, de la capilla Santa Amelia, acá a dos cuadras- respondió el hombre, asombrado- ¿Por qué me pregunta, Lorenzo? ¿Quiere ir a misa?
Siempre le dio vergüenza volver a ir a misa pero parecía que podía ser un buen momento para reconciliarse consigo mismo y dejar de sentir culpa por todo su pasado.
-¿Usted va, Don Carlos?- preguntó Lorenzo, cabizbajo.
-¿A misa? ¡Todos los domingos, como dice Sergio!- exclamó el dueño del quiosco, mientras le servía una chocolatada a Celeste, quien siempre acompañaba a Lorenzo a desayunar.- ¿Quiere venir hoy con nosotros?- preguntó entusiasmado.
Lorenzo dudó. Mientras miraba a Don Carlos, quien esperaba respuesta, notó que la pequeña hacia ademanes afirmativos de felicidad con la boca llena de alfajor de dulce de leche.
-Celeste quiere que vaya- rió Don Carlos.
-Es que…-respondió Lorenzo, poniéndose colorado- No tengo nada que ponerme.
-No sea pavo, hombre, yo le presto una pilcha. Se lava un poquito y sabe cómo queda, ¿no? Además recuerde que Dios recibe a todos por igual.
A eso de las siete menos cuarto llegó una familia bastante peculiar a la Iglesia de Santa Amelia ese día. Un hombre con su esposa, muy bien conocidos en el barrio por tener un quiosquito pintoresco, junto a su pequeña nieta Celeste, con sus dos trenzas doradas al viento. De la mano de la niña iba un hombre, muy bien vestido, con una barba recortada y un perfume sublime.
El hombre se persignó y se dirigió a un banco para rezar y hablar muchos temas que tenía pendientes con Dios, cuando una señora, extrañamente familiar se acercó casi corriendo y le dijo:
-Buenas tardes, buen hombre, creo que no nos han presentado aún- dijo de forma coqueta.
-Gladys, ¿Cómo anda?- saludó Don Carlos- ¡Le presento a Lorenzo! Lorenzo, Gladys, ella viene todos los domingos a misa, es del barrio.- y se fue a sentar con su familia.
Gladys lo miró nuevamente, bastante interesada e intrigada a la vez.
-Creo que nos conocemos, tal vez nos cruzamos alguna vez por aquí…-comentó la mujer.
-Sí, señora- contestó Lorenzo, recordando- Usted me llamó vago esta mañana.- y dejándole su mejor sonrisa se fue hacia donde se encontraba Don Carlos, dejando a una hipócrita señora confundida.
Barrio Almagro, Buenos Aires – Argentina
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