Nítido como el cristal permanece en mi memoria aquel Bar Mauricio, donde mi abuelo cada mañana bajaba a tomarse su “chispazo”, jugar a cartas o a dominó con los parroquianos y enterarse de la actualidad desde el punto de vista de clase obrera que aportaban los vecinos del castizo barrio del distrito de La Latina.

El tal Mauricio, calvo en la azotea y con ralos de cabello blanco en las sienes y la nuca, recibía a los clientes con un saludo personalizado. A mi abuelo esa mañana le recibió diciéndole

– Buenos días Prudencio, con lo tuyo ¿te pongo jamón de mono “pa´l” nieto? –

Era el bar típico de barrio. En la parte derecha de la fachada había una vidriera de suelo a techo, donde cada día se podía ver a mi abuelo sentado en la mesa pegada al cristal, porque entraba luz pero no el frío ni el calor. La fachada continuaba hacia la izquierda donde había una puerta en el centro y otra al final.

Entrando, a la derecha, desde la vidriera hasta el fondo, donde estaban los aseos, se extendía un espacio alargado con varias mesas. A la izquierda de las mesas serpenteaba en “S” una gran barra. El lado izquierdo de la barra, tres metros desde la pared del fondo, era el mostrador de la bodega, donde despachaban vino y botellas de sifón para llevar. Se unía con el lado frontal, que recorría el bar hasta la derecha donde formaba un ángulo recto con la barra del pequeño asador de pollos que iba hasta la pared de la entrada.

En el asador de pollos siempre encontrabas a José, con su cara brillante por el calor y la grasa, sirviendo comidas para llevar. Era un espacio cuadrado, en la pared del fondo había un horno asador donde pequeñas aves daban vueltas ensartadas en diferentes varillas que iban subiendo y bajando en carrusel como una noria, mientras iban tornando su característico color rosado en un apetecible tono dorado.

Delante de la barra, entre las puertas de entrada, había alguna mesita pequeña, y una tragaperras Cirsa entre la vidriera y la puerta central.

Tras la barra, en la parte derecha había una puerta de entrada a la cocinilla y almacén, Desde la puerta hacia la derecha, botellas de diferentes y múltiples licores adornaban la pared.

Mi abuelo cogía de la barra su copita de licor y de un platito blanco los cacahuetes con cáscara que metía en su bolsillo. Dejaba la copa en su mesa, y antes de sentarse, Prudencio, un auténtico “dandi” de los años 30, saludaba a los presentes paseándose por el bar como si fueran sus dominios.

Pelo blanco y fuerte hacia atrás coronaba su cabeza alargada, ojos verdes, gafas de pasta negra con el cristal derecho traslúcido, porque seguía esperando a que le operasen de cataratas. Guerrera azul claro, camisa gris perla abotonada hasta arriba, corbata oscura, chaleco de lana gris claro, pantalón de pinzas gris marengo, zapatos castellanos negro y calcetines de hilo gris.

Era considerablemente alto para haber nacido a primeros de siglo XX, andaría por el metro setenta y algo, su piel tostada sin una arruga en la cara a pesar de pasar los 70, y sus andares le conferían un aspecto distinguido. Todos le conocían y apreciaban, un hombre de carácter y buen corazón.

Cuando ya se sentaba en la mesa, alguien se acercaba a saludarle, a contarle algún chisme o comentar la actualidad, y él siempre tenía una anécdota que contar tuviera o no relación con el tema inicial.

Esa mañana tenía ganas de hablar y lo hizo. Comenzó con su paso por un internado donde le obligaban a desayunar sopa de ajo, que odiaba, y se convirtió en su comida favorita, a la fuerza. Después su paso por la Guerra Civil en el bando republicano y cómo tuvo que ver en el campo de batalla a amigos que luchaban en el bando contrario, de cómo se intercambiaban cartas entre soldados nacionales y republicanos, porque sus familiares estaban en la zona enemiga. Él siempre pensó que no había sido su guerra, eran intereses políticos y ansia de poder, donde los dirigentes consiguieron deshacer familias, romper amistades y desunir a los obreros, a los ciudadanos.

Después continuó con la Posguerra, de su cartilla de racionamiento y como sisaba “caldo de gallina” para fumar, de cómo conoció a mi abuela y se enamoró de sus ojos verdes y los hoyuelos de su risa, y de cómo aprendió a ganarse el respeto de todos sin importar su pasado republicano, de su entrada como funcionario en el Ayuntamiento de Madrid, donde trabajó hasta su jubilación, de cómo iba los domingos al Rastro a comprar y vender todo tipo de objetos de segunda mano o algún estraperlo que le pasaban, confiando en su discreción, para completar su escaso salario municipal.

Terminó contando cómo se vivió en casa el 23F, él creía que fue necesario para desvincular la democracia y los políticos contemporáneos de los del antiguo régimen y poder dar legitimidad y credibilidad al rey.

El amigo le escuchaba absorto, probablemente habría escuchado la historia cientos de veces, pero le atendía con una expresión entre sorprendida y divertida. Se sentó en la mesa y sacó una baraja.

– ¿Jugamos? –

– Claro, al Tute, que al Mus, como no veo por la derecha, me coláis señas. –

Otros dos habituales se unieron y conformaron los jugadores. Con varias partidas en marcha, las órdenes de Mauricio se mezclaban con los envidos, órdagos, las cuarenta, los arrastros y la musiquita de la tragaperras.

Tengo presente el aroma del asador y las comidas, del perfume Varon Dandy de mi abuelo, del vino de bodega que se compraban a granel, y del amargo y ácido olor de la cerveza de barril que Mauricio servía en sus famosos “chiquitos”.

Así era en los ochenta el Bar Mauricio donde mi abuelo era una leyenda, o así lo vivía yo cuando en mis vacaciones lo acompañaba y lo observaba.

Bar Mauricio

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