Mi calle era de tierra y por ella corría una mairena en la que los niños, que tan lejos vivíamos del mar, hacíamos navegar barquitos de papel. En la puerta del boticario hacía un requiebro para esquivar una plazoleta empedrada en cuyo centro había una frondosa acacia, bajo la que se cobijaban del inmisericorde sol del verano los transeúntes. No había más árboles en toda la calle Real. A los niños el boticario no nos dejaba jugar en su puerta porque le molestábamos. Yo miraba a través del ventanal de su casa, y siempre le veía sentado en el sillón, con las gafas sobre la punta de la nariz, y leyendo el periódico Ideal. Me preguntaba cuándo trabajaría aquel hombre. Pensaba que el suyo era un buen trabajo, y maldecía mi suerte porque los hijos de los campesinos no podíamos ser boticarios: era una profesión para ricos. Además, don Antonio era de los pocos en el pueblo que tenía televisión y, cuando la tenía encendida, nos sentábamos en la acera, debajo del alféizar, y nos conformábamos con escuchar lo que aquel aparato transmitía. Un día, un amigo le dijo que pusiera la televisión frente a la ventana, para que pudiéramos verla, y contestó quitándose la correa y saliendo a la puerta con ella en la mano. Nosotros no nos inmutábamos porque sabíamos que no iba a correr detrás de nosotros porque sus muchos kilos se lo impedían; pero cuando comenzaba a bajar las escaleras, nos íbamos.
Los niños de mi calle estábamos condenados solo a escuchar. Nos pasaba con la televisión del boticario, también con el cine de los domingos. Como no podíamos costearnos la entrada, nos íbamos a jugar al callejón del cine donde escuchábamos los tiros de los vaqueros, el cabalgar de los caballos, las palabras de amor de los galanes y las castas palabras de sus enamoradas, y nos maravillábamos de lo bien que hablaban el español aquellos tipos del cine y de la televisión, no como nosotros que nos comíamos sílabas de casi todas las palabras; aunque sabíamos que se escribía Granada por el cartel de la carretera a la salida del pueblo, nosotros decíamos Graná, o para decirle al boticario que no molestábamos decíamos: “si no hacemos ná”.
Yo soñaba con tener, de mayor, una televisión y con ir al cine, aunque tenía claro que para poder hacerlo tendría que irme del pueblo porque trabajando en el campo no se podía alcanzar aquel sueño que algunos primos de la capital ya habían alcanzado.
Un día, en el Barrio Alto, pusieron un depósito para el agua que antes consumíamos de pozos y de manantiales, y para llevarla hasta las casas abrieron zanjas por la calles para colocar tuberías. Una vez enterradas éstas, asfaltaron nuestra calle de tierra que ya no se convertiría en barro en los inviernos.
La primera víctima de los nuevos tiempos fue nuestra acacia. Una mañana, dos hombres levantaron el empedrado de la plazoleta, y por la tarde derribaron la acacia y la dejaron a la intemperie, sus raíces como tentáculos que llamaban a los transeúntes y a los animales. Los burros o los mulos se paraban ante ellas, acercaban el hocico, olisqueaban y seguían la marcha. Mi amigo Jesús nos dijo, erigiéndose en capitán de aquella tropa menuda, que aquellas raíces eran paloduz. El resto fuimos a comprobar el hallazgo y llegamos a la misma conclusión: solo teníamos que ir a casa, coger una faca y servirnos aquella golosina a discreción. Cortamos varias raíces de calibre mediano y, sujetando cada uno de una punta, la cortamos en trozos pequeños que guardamos en los bolsillos. Una vez repletos nos sentamos en el viejo tronco, bajo el sol de la tarde, a degustar aquel paloduz que sabía algo más amargo que el que comprábamos pero como era gratis tampoco era cuestión de ponerle pegas.
En la primavera empiezan a alargar los días pero aquel pronto empezó a nublarse en nuestros ojos. Después de hartarnos de paloduz habíamos decidido ir a la era de las Viñas a dar cuatro patadas a un balón. Cambiamos de opinión y decidimos ir más cerca, al bar Parada a ver los toros. Como tampoco nos dejaban entrar en el bar porque les quitábamos el sitio a los hombres, nos colocamos en el soportal, pegada la frente a la cristalera y desde allí atisbábamos lo que salía por aquella pantalla.
De camino al bar, Rogelio dijo que se iba a su casa porque tenía sueño; Jesús estaba muy colorado y se quejaba de la cabeza; a Claudio le dolía la barriga; yo estaba mareado y también me dolía la barriga. Nos fuimos a casa todo lo rápido que pudimos. Al llegar, mi madre me puso la mano en la frente y me dijo que estaba ardiendo; me subió a la habitación y me acosté tiritando. Me dio friegas de agua templada, pero cuando volvió a subir, la fiebre había aumentado y mandó a mi padre a llamar al médico. Don Víctor no tardó en llegar. Fiebre alta, convulsiones, mareo, dolor de barriga: ¿Qué ha comido el niño?, preguntó el médico. “Puchero”, respondió mi madre. Con el hilo de voz que me permitía la fiebre dije: “hemos comido también paloduz de la acacia de don Antonio…” El médico se llevó las manos a la cabeza. Se asomó por la ventana y vio la vieja acacia tumbada a lo largo de la calle, con sus raíces. Me preguntó quienes habíamos participado del festín y le dije sus nombres.
Le pidió a mi madre que hirviera agua con hierbas medicinales, a cuyo mejunje él añadió sal, con el fin de que vomitásemos todo lo ingerido, y se fue a la casa del resto de los niños para repetir la operación:
- Si no vomitan en las próximas horas, se mueren – dijo con gesto severo.
Mi madre encendió una vela en la cocina. Se dispuso a preparar la cena para el resto de la familia.
Calle Real. Purullena (Granada)
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