Me siento extraño…casi etéreo. No sé ni siquiera con certeza cómo me siento, me encuentro triste, cansado, confuso, perdido, completamente solo. Me provoca llorar, sentir de nuevo esas delicadìsimas y tibias gotas bajar por mis mejillas hasta que perdidas en la inmensidad del espacio se envuelvan en él, regresando a la más hermosa unidad. Gotas que desde ya hace un buen tiempo han dejado de visitar mis apagados ojos.

En mi silencio y soledad las llamo a gritos. Pido que asistan para que su suave presencia apacigüe mi alma, aliviane mi pena. Pero su visita no se realiza, no responden al menos a mi llamado ¿será que se encuentran heridas? ¿estarán acaso consumando una acción de venganza por sentirse despreciadas, por creer que he sido yo el que se ha negado a recibirlas, el que les ha prohibido su llegada? ¿lo pensarán tal vez por haber pasado tantas noches con mis ojos secos?

Sin su visita, es tan insoportable esta horrible agonía, me encuentro como aquel animal que estando herido mortalmente su último hálito se niega a abandonarlo, se rehúsa a diluirse en la espesa atmósfera como lo haría una diminuta gota de sangre en el indómito e inmenso mar, porque la majestuosa y temerosa oscuridad que lleva consigo la muerte aún no lo envuelve, condenándolo a padecer interminables e indecibles dolores. De tal forma me hallo ahora en este tétrico y desolado recinto, donde solo me acompaña un viejo y roído teléfono, destilante de suciedad, pero con el espíritu intacto, aún fuerte. Me acompaña el senil teléfono, el silencio y la soledad. Estoy aquí, viviendo sin poder vivir, muriendo sin poder morir.

Creo que me hallo condenado a la perpetua soledad sin ni siquiera saber el motivo, sin dejarme preguntar el porqué ¿es justo desconocer la razón que me condenó a este cruel y penoso destino? Creo que es tarde para cuestionar. De algo estoy completamente seguro: en el momento que tú llegues, presencia temida por todo aquel que posee cariño en su interior y no está dispuesto a dejarse llevar de tu fría mano hacia aquel horizonte sin fin, en donde no existe nada y existe el todo, en donde no existen alegrías ni tristezas, sino en cambio alegría y tristeza hecha una. Allí, reposará inmersa en lo desconocido el alma del que contigo camina.

Al pensar en estas personas, (¡qué curioso!, te repelen porque poseen cariño, porque aman) mis mejillas se inclinan unos cuantos milímetros, pero no lo suficiente para que mis dientes sientan el delicado aire que los labios no permiten entrar. Han existido pocas personas en el mundo que sientan tanto amor como yo. Este hecho no ha impedido que vislumbre la más grande de las dichas. Dicha que toma forma al recordar lo que aún no ha sucedido. Me tomarás de tu fría mano y me llevarás a caminar aquel hermoso trayecto al que tanto temen. Creo que sólo allí encontraré la paz. De esa manera tú acabarás con este suplicio infame, triste y desolado al que me ha condenado la esperanza.

Sì, eres tú la respuesta que durante tantos años me ha perturbado. Eres tú el sentimiento inocuo que me ha obligado a permanecer atado a la lóbrega soledad. Sentimiento que no permite que me libere de ella, pues despierta mis más profundos deseos. Deseos que constituyen mi ser, aquellos que mantienen encendida la llama de mi vida. Los desvelas y los haces visibles a mis ojos para que los ame y anhele con desenfreno. Para que luego, al encontrarme en tal estado, del modo más atroz que haya podido conocer algún ser humano, los conviertes a aquellos mis amados deseos, en cenizas. Los introduces en la hoguera de lo imposible, experimentando mi alma la más siniestra desazón.

Tal es tu forma de torturarme. Me conduces a mirar espejismos de vida fragmentados, mostràndolos como los quiero yo. Pero la realidad no es así, nunca serán posibles. Eres tú, insensible esperanza la que construye a diario mi tortuosa y desdeñable realidad. Eres tú la que me condena a este horrible destino. Porque de lo contrario ¿quién más puede ser? No, no hay duda alguna. Eres tú la que destroza sin cesar mi alma, como aquel que posee en la mesa los platos y bebidas más sabrosos y refrescantes que jamás nunca se hayan probado, y encontrándose sentado al lado de un mísero muerto de hambre y sed, que no prueba migaja alguna de pan o alguna diminuta gota de agua desde hace ya un par de semanas, le obliga a verle comer y beber sin permitirle ingerir el más pequeño de los trozos que caen en el suelo o lamer las pocas gotas desperdiciadas. Así, así se comporta la esperanza conmigo.

Creo que he dicho que muy pocas personas hemos albergado tanto amor en el alma. Y así transcurre mi penosa vida. Me ahogo en mi propio amor. Es tan lamentable saber que no tienes a nadie a quien dirigir tu mirada mientras caminas por la calle, que no tienes a quien buscar; ¡oh, estoy tan solo encontrándome al lado de tantas multitudes! Pero aún así, de nuevo esa extraña sensación en mi rostro, crees que aunque nuestra vida sea una escena suelta del filme de la Vida, como tenues, inciertas y livianìsimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo, te encontrarás con un alma que se encuentra también a la deriva, inmersa en el vacío; manteniendo viva la ilusión, la maldita ilusión.

Se hace tarde, se acaba el tiempo. La corta calle en la que se ubica este tenue aposento se oscurece, sus lámparas ya no funcionan más, su luz se ha marchado como lo han hecho mis lágrimas. Ha quedado sola, pues a sus bordes no hay rocas ni pasto, éste ya ha muerto como el teléfono sucio y viejo que tengo a mi izquierda. No suena. Mi teléfono no suena, supongo que eres tú, y el agua de mi cuerpo se está haciendo hielo.

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