Mi último día en aquel lugar que añoro a menudo no ocurrió nada extraordinario: la vida por aquel entonces era simple, y el mundo no era más que un lugar enorme y desconocido que existía más allá de los límites de mi barrio, de tal modo que todo lo que ocurriera hacia afuera no era de mi incumbencia.
Mi infancia allí fue el olor de las rosas mezclado con un cielo dividido entre el gris y el azul y la enormidad de los doce plantas que conformaban el edificio en el que vivíamos. Aquella mole majestuosa en el centro de la plaza, repleta de balcones y ventanas, me abrumaba y fascinaba a partes iguales y desde su azotea siempre pensaba que jamás podría estar más cerca del cielo.
En mi barrio casi todos los mayores eran foráneos, y por aquel entonces pocos eran los que hablaban la lengua de la zona, el catalán. Predominaba la presencia de emigrantes andaluces y castellanos, aunque también era fácil toparse con aragoneses, extremeños o incluso gallegos; todos ellos tenían en común el carácter luchador y la solidaridad metida en las venas, quizás porque habían arribado allí buscando la certidumbre de una vida mejor y ya todos habían conocido antes, en distinta medida, las diferentes formas de la pobreza. Solían ser ruidosos y dicharacheros. Así era mi gente: gente humilde; gente buena.
La mayoría eran obreros con escasos o ningún estudio, presas fáciles para las fábricas que circundaban Barcelona. Tengo en la mente el recuerdo del señor Feliciano que, como tantos otros, trabajaba en la Seat, y que siempre iba y venía con la misma cartera, cuyo contenido misterioso a mí me fascinaba. Después, al cabo de los años, acabé comprendiendo que lo único que aquella cartera de escay desgastada por el roce diario debía contener era el bocadillo envuelto en papel de estraza para la hora de descanso en la fábrica. Siempre que nos cruzábamos en la plazoleta me llamaba bonita con esa voz cavernosa y su aspecto de Papá Noel, pero sin barba, que sin pretenderlo le confería autoridad. Y al mismo tiempo, me dedicaba alguna carantoña estrujando mis mofletes de un modo que, según el día y el humor de la niña pequeña que yo era, me arrancaba sonrisas o me hacía enfurruñarme.
Debajo de casa había un bar que, casi cuarenta años después, aún perdura: el Bar Dos Puertas. Y sí, el local poseía dos puertas de entrada: mi barrio no era lugar para circunloquios. Allí solían hacer pandilla algunas tardes mi padre y los padres de otros niños. Todos vecinos y conocidos, amigos en definitiva, con el estatus consolidado de parroquianos del lugar. Podría decirse que para muchos ese bar era un segundo hogar en el que se aplicaban las reglas de una familia bien avenida. Recuerdo aún los nombres y los rostros de algunos habituales: estaba Manolillo el Tres Pelos, Ramón el Barbas, y el Lorenzo que era un señor grande como un armario ropero y muy bruto que a mí me daba bastante miedo. Y después estaba el Jefe. Siempre tras la barra, Facu, rostro impenetrable como de mármol aunque todo algodón en las distancias cortas: lo mismo te montaba una timba que ponía sevillanas y alborotaba a la clientela o retransmitía las noticias, a modo de altavoz retardado, que iban saliendo de la vieja televisión Telefunken colgada de cualquier manera en un rincón del bar y cuyo recuerdo me viene siempre adornada de telarañas. A los niños que pululábamos entre las piernas del corrillo de nuestros padres nunca nos faltaba un platillo de aceitunas sin hueso o de patatas chips. A veces nos caía hasta un vaso de Mirinda; y ya con suerte, en los días mejores, Facu nos ponía un Cacaolat templadito que nos sabía a gloria.
En el portal de abajo vivían tres mujeres que siempre salían juntas de casa. Los mayores decían que eran de la vida alegre; pero yo eso no lo entendía: cada vez que tropezaba con ellas me parecían tristes y apagadas.
En los ochenta los niños todavía jugábamos con frecuencia en la calle, siempre revueltos y en continua liza. Cualquier rincón de la plaza o del solar abandonado que teníamos justo al lado nos servía como refugio y cuartel para llevar a cabo todos nuestros quehaceres lúdicos, travesuras incluidas. Nos encantaba jugar al escondite, a guardias y ladrones o a pico, zorro y zaina; y también a las chapas. Tampoco faltaba el salto a la comba o jugar a la goma o subirnos en los patines, y no era nada raro terminar la jornada con las rodillas desolladas o el cuerpo lleno de cardenales, hasta que nuestras madres asomadas al balcón nos gritaban que subiéramos ya a cenar bajo amenaza de un castigo inminente adaptado a nuestra condición infantil.
Teníamos una vecina, ya mayor, la señora Lauren, que a mi hermano y a mí nos parecía que era mágica. Resulta que siempre, siempre, siempre llevaba en los bolsillos unos caramelos deliciosos que nunca más he vuelto a saborear. Así que, bajo la mirada escrutadora de una niña de siete años, o bien sus bolsillos carecían de fondo o efectivamente aquella mujer era mágica. Y por eso mi infancia es también el sabor intenso de aquellos caramelos de fresa explotándome en el paladar y el recuerdo del gesto amoroso de nuestra vecina al ofrecernos la golosina.
Un día, hace más de treinta años, mi familia y yo dejamos el barrio para no volver nunca más. Nos fuimos a otro barrio más nuevo, grande y bonito, situado a cientos de kilómetros del primero; pero éste nunca ha dejado de ser mi barrio, aquel en el que pasé mis primeros ocho años de vida.
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