Nochevieja tragicómica

Nochevieja tragicómica

31 de Diciembre de 2003, 20:00 horas. Barrio de Villayuventus, Parla.

El caos reinaba en casa. Mi madre preparaba la cena de nochevieja al grito de -¡mierda, que no he sacado los langostinos del congelador!-. Mientras tanto, mis hermanos la estaban liando y yo intentaba colocarme los rulos para salir corriendo aun todavía masticando la última uva. Era la primera nochevieja que todos los amigos decidimos celebrar en Madrid.

A través del patio de luces, las vecinas se intercambiaban a gritos sus impresiones culinarias. El olor tan característico de la última cena del año se extendía por todo el bloque. El teléfono no paraba de sonar, ya sabéis eso que pensábamos todos de, «vamos a felicitar ya el año porque luego se colapsa la red telefónica».

Mi abuela se arrancó a contarnos historias de la guerra, del hambre que pasaban y esas cosas, mientras que se ponía hasta arriba de jamón serrano y esos canapés que de sobra sabías que comerías durante los cinco días siguientes, aunque estuvieran rancios.

De pronto sonó la puerta, y con los rulos en la cabeza me tocó abrir. Ahí estaba mi vecina del quinto con sus dos adorables niños, bueno, más bien sus esbirros de Satanás, pandereta en mano cantando villancicos. Fue tal la que armaron, que el vecino del tercero también se animó, y para festejar la próxima entrada de año, dejó escapar a su perro, a su «perro-caballo» como lo llamaba yo (siempre quise subirme encima de él como cual pony y que me llevará al instituto galopando). Fueron tales los gritos de terror, que volaron las panderetas, volaron directas a la cara del vecino del primero, que subía con una bolsa en la mano de filetes de ternera que el niño del segundo había tirado por la ventana como venganza, «v» de vendetta a sus padres porque él quería cenar macarrones.

21:00 horas.

-¡Queréis dejaros de gilipolleces y entrar a cenar!.

La última orden de mi madre del año. Nos pusimos todos firmes, vecinos y perro incluido y con los ojos como platos, incrédula de lo que había visto en primera persona, me dispuse a cenar.

La mesa, como todos los años, era espectacular, allí estábamos todos, mis tres hermanos, mis padres mi abuela, mi perra, el Chuli, el Cabra, el Pa…( si Carmina Ordóñez levantara la cabeza) todos esperando a que comenzara el programa de Martes y Trece y sus famosos chascarrillos.

Se escuchaban los gritos, las risas, los villancicos de todos los vecinos. La felicidad se respiraba en el ambiente. Quiero recordar en este punto que llevaba los rulos puesto, era mi primera nochevieja en Madrid con los amigos, objetivo: rizar el pelo como sea.

22:00 horas.

Se acabaron los entrantes, sí, una hora de reloj comiendo entrantes. Listo el plato principal. Hambre, ninguno, pero cualquiera le decía a mi madre que los 20 kilos de filetes se los comiera ella. Por un momento pensé en tirarlos por el balcón como si fuera confeti, habría sido divertido ver a la dueña de la bodega, esa que vendía pan, chuches, ponía copas, te afilaba los cuchillos y te hacía reformas en casa si me apuras, con un buen filete en la cara, que imagen más entrañable.

La fiesta se animaba y en este punto quiero decir, que hay cosas que un adolescente no olvida nunca, como ver a tu padre haciendo de corista y tu madre encima de una silla imitando a Tina Turner. Los psicólogos con estas cosas se frotan las manos.

23:00 horas.

Ya se escuchan los petardos. Como todos los años, en mi barrio era tradición tirar treinta petardos por segundo, el que tiraba veintinueve era un «pringao». El dicho de «te gastas el dinero en cohetes» plasmaba la realidad más aplastante de los quehaceres rutinarios de villayuventus.

De pronto, mi hermano pequeño, con la inocencia que le caracterizaba pronunció en alto algo que todos queríamos obviar:

-Huele a humo.

Y comenzó el juego. Antes de continuar, me gustaría hacer hincapié al hecho de que seguía con los rulos puestos.

El olor cada vez era más fuerte, aporrearon nuestra puerta y… ¡fuego!, ¡fuego!. El acto de tirar petardos de balcón a balcón, es directamente proporcional al grado mínimo de cociente intelectual de mis queridos vecinos. A media hora de que nos dieran las uvas, creamos una estrategia perfecta de desalojo. Se escuchan las sirenas, los bomberos rodearon todo el vecindario. Mi abuela fue la primera en bajar hasta la calle, aseguro que a día de hoy sigo pensando que tiene súper poderes, ¿cómo una persona tan mayor ha sido capaz de bajar a tanta velocidad desde un cuarto sin ascensor?. A mí me gritaron, «¡coge lo más necesario y corre !. Así que, con mis rulos puestos, agarré a mi perra y mi maravilloso y fantástico vestido de noche vieja.

A la que bajé las escaleras, me crucé con el bombero más atractivo, alto, guapo, fuerte y morboso que había visto nunca, le puse ojitos y morritos, y con voz sensual le dije:

-Mañana, ¿nos tomamos un café?.

Conseguí bajar las cuatro plantas y salir a la calle. Y, ¡allí estábamos todos como en familia!: el lotero, la panadera, la de la tienda de ropa hortera, la de la pastelería, el presidente de la comunidad y, resumiendo, todos los vecinos del barrio boquiabiertos contemplando el incendio.

Cuando salí de mi asombro, después de tirarme un cuarto de hora transmitiendo con todo detalle los sucesos que nos acontecían, me di cuenta que estaba en la calle, con unas mallas, las zapatillas de estar por casa, mi bata de invierno y los rulos puestos, pero tenía en mis manos mi maravilloso y fantástico vestido de noche vieja. Y entre las carcajadas de mis vecinos (doy gracias a que, por aquel entonces, la tecnología no había evolucionado como en los tiempos de hoy, seguramente, mi video estaría entre los tres más vistos del mundo) grite:

-¡Ya se puede quemar la manzana entera, que yo, esta noche salgo¡.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS