De todo lo que bullía en la calle eran sus olores densos y metálicos lo que más recuerdo; como arrojados desde los fogones de las casas llegaban los humos del puchero y el refrito de gallinejas, y a través del arco del soportal que daba a la plaza Mayor un fondo de nubes mullidas coronaban el cielo, desteñido y manso. De puertas hacia dentro, a través de un enorme y ajado patio interior, se accedía tanto a la trastienda de la tahona como a la escalera de balaustre que ascendía a los pisos; el nuestro estaba justo encima del horno de leña. Junto al soportal de la plaza consumíamos las tardes mi hermano y yo jugando al toro. Le sisábamos a mi madre su mandil y endilgábamos verónicas y revoleras a todo aquel que osase ponerse delante: municipales dirigiendo el tráfico a la altura de San Felipe Neri, camareros con pajarita y bandeja sirviendo vermú de grifo, los quintos disfrutando de su día de permiso, japoneses bajando del autocar emboscados tras una Nikon y un mapa… Jugábamos allí hasta que las campanas de San Ginés tocaban al Rosario. Era entonces cuando ella, menuda y astuta, salía de la tahona con deliberada puntualidad y una gran bolsa blanca en cada mano, y con la premura del que sabe que llega tarde despachaba los encargos entre las distintas cafeterías del barrio: pequeños paquetes herméticamente envueltos de pan rallado, harina, colines… Desde el vano de la puerta de la tahona la silueta de su padre, huraño y severo, con un Ducados en el cielo del paladar y un tatuaje de amor de madre en el antebrazo, escudriñaba los pasos de ella camino de los recados.
Pasaron los años y yo, imberbe todavía, conseguí acceder a la escuela taurina de El Batán. Con mi parpusa calada, un pitillo apagado en la comisura de los labios y mi hato novilleril enfilaba cada tarde la cuesta de Fuentes, dirección la plaza de Ópera donde cogía la camioneta que me llevaba hasta la Casa de Campo, y siempre pasaba por delante de la tahona con la cándida ilusión de que ella me viese también, y así me fuese devuelta la complicidad allí mismo depositada. No hay nada más resistente que la inocencia de los doce años, y yo quería hablarle únicamente recitando canciones como las que mi hermano escuchaba en nuestro radiocasete: preguntar qué hacía una chica como ella en un sitio como éste, confesarle que al verla mil campanas sonaban en mi corazón y todas las cursilerías de semejante calibre que desataban en mí una íntima euforia cada vez que ella me correspondía entornando las cejas mientras disimulaba una afectada sonrisa.
Supe con el tiempo que el padre se enceló cada vez más con ella, estrechando el cerco de sus movimientos, censurando cada una de sus intimidades, y aunque nunca lo pude certificar hubo en el vecindario quien aseguraba que le llegó a levantar algo más que la voz. Fue por aquellos días cuando queriéndome hacer el encontradizo topé con ella en la esquina de la calle y le tiré torpemente uno de sus encargos. Todo se desparramó fatalmente por el empedrado y entre las llagas del pavimento; acudió enseguida el padre con sus desmesuradas manos en alto y con el Ducados humeando como vapor de locomotora desbarató mi gesto de ayuda. El tropiezo mío, el miedo cerval en la mirada de ella, el odio inyectado en las pupilas de él.
-¡Circulando, que aquí no ha pasado nada!
Aquel aire tibio de la calle era lo que nos unía y nos separaba a la vez, y aunque sobria, casi insípida, aquella calle amparaba cada uno de nuestros efímeros encontronazos. A ambos lados las fachadas altas y empinadas como la cortadura de un desfiladero custodiaban la calle, y cuando caía la tarde un cañonazo de luz malva agujereaba el arco del soportal, justo cuando la forja de las farolas empezaba a titilar.
El día que reuní el arrojo necesario para declararme recapitulé todo lo aprendido en la escuela taurina. Fue justo la víspera de mi alternativa en Las Ventas. Paré los miedos que reprimían mis intenciones, mandé sobre el pavor que inmovilizaba mis ademanes y templé los ánimos hasta imaginarme, como si de una faena maciza y veraz se tratase, todo lo que yo quería declararle y no me había atrevido antes. Caía la tarde, fue volviendo de El Batán. Iba yo, estirado y solemne, mascullando mentalmente mi declaración de amor (“hay una cosa que te quiero decir, es importante al menos para mí; demasiado tarde para comprender, mi cabeza da vueltas persiguiéndote…”) cuando violentamente todo se derrumbó. Sin más. Fue como asomarse a un abismo, como si los hechos cabalgasen por delante de la realidad. Cuando gané el principio de la calle las campanas de la iglesia doblaban a difunto, y una sacudida hizo temblarme todo por dentro. Desde el cielo caía un fogonazo amarillo, la luz cenital de un helicóptero enfocando al empedrado de la calle. Una lechera de la policía cortando el paso, las sirenas de una ambulancia aullando, en la puerta de la tahona un señor con gabardina y guantes negros trazando una silueta con tiza en la entrada… Cuando el policía nacional que escoltaba el portal me echó el alto le confirmé que yo vivía justo encima. Trepé sin aliento las escaleras, entré en casa y desde la ventana de la cocina brinqué al patio interior. Nadie vigilaba la retaguardia de la tahona, y sin saber en qué boca de lobo me estaba metiendo abrí la puerta de la trastienda. Todo lo ahogaba la corrupción de un aire cenizo y la sensación de tener la piel como el navajazo de una reyerta. En el centro, sobre una mesa camilla, un trozo de papel de plata, una cuchara quemada, una goma elástica y derramado por el suelo uno de aquellos pequeños paquetes herméticamente envueltos.
Enfrente, sobre la repisa de una alacena, una localidad de barrera para asistir al día siguiente a Las Ventas.
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