Dio una última aspirada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero frente a él. Se quedó absorto observando cómo se dibujaban las figuras de los recuerdos en el humo que exhalaba lentamente. Ya no la veía a ella, y se sorprendió al descubrirse solo en su propio mundo, uno que ya no le pertenecía a ella. Sabía que ya todo estaba arreglado, no había vuelta atrás. Para no dejar mucho espacio a sus pensamientos, tomó otro trago largo de su cerveza.

Por su ventana vio el sol en lo alto del cielo, jugando escondidillas con las nubes. Jose, el alcohol es para los viejos que ya conocemos el dolor de cerquita y no sabemos qué hacer con él, le habría dicho su madre si lo viera, tal como le decía cada vez que lo encontraba bebiendo. Si mi madre supiera lo vieja que es mi alma, pensó con tristeza. Pero su madre nunca lo escuchaba y sabía que ahora tampoco lo haría, así que no había razones para perder el tiempo en el intento, como ya lo había hecho en tantas ocasiones cuando era niño.

El timbre lo despertó de sus divagaciones. No esperaba a nadie, lo sabía, y tampoco deseaba esperar a nadie, ya había esperado demasiado y se había hartado de hacerlo. La espera nos vuelve viejos y mantener viva la ilusión, muertos vivientes, se dijo para sí. Tal vez era Pedro, el portero que de cuando en cuando subía a llevarle la correspondencia, pues hacía ya algún tiempo que no había vuelto a salir…no recordaba con certeza cuánto, había dejado de importarle. Llega un momento en que el hombre pierde la noción de su existencia y es entonces cuando se abandona al olvido de sí mismo. El hombre al que el dolor le ha carcomido el alma, leyó de nuevo en su tablero de tiza ubicado en un rincón de la sala, mientras se dirigía a la puerta. Tampoco recordaba ya en qué momento había escrito esas palabras.

Abrió la puerta lentamente con la mano que tenía libre, en la otra llevaba su cerveza casi vacía. Ante sus ojos apareció una figura femenina, y sus recuerdos olvidados cobraron vida. Ella hizo un gesto de desaprobación al ver la cerveza y sonrió con complicidad. ¿No me invitas a una?, dijo. Claro respondió él aún estupefacto, y la dejó pasar.

Julia, ese era el nombre que le lanzaban sus recuerdos, se sentó en el sofá de la sala, entre latas de cerveza bebidas meses atrás y cenizas de cigarrillos desperdigadas por doquier. ¡Por Dios! ¿Qué has estado haciendo?, exclamó. No mucho Julia respondió él, reconociendo para sus adentros que, de hecho, no había hecho nada. Trajo consigo otras dos cervezas y se sentó en el sillón frente a ella sin decir más.

Ella supo entonces que no había mucho más de qué hablar, no había razón para cordialidades absurdas ni frases amistosas. Jose, he vuelto por ti, se lanzó a decir ella sin rodeos. Él la miró desconcertado y vio frente a él su sueño ya olvidado. Vinieron a su mente esos días amargos en que lloró su ausencia y su derrota materializada, esas noches desaforadas en que besó enloquecido a mujeres desconocidas y las llevó a la cama para comprobar que, en efecto, ninguna de ellas era Julia, ni podrían serlo jamás, porque Julia era sólo una… la mujer ausente.

La miró con la ilusión moribunda en los ojos, le sonrió y bajó la cabeza. Ella, sin comprender, se arrodilló frente a él y tomó sus manos tiernamente entre las suyas. Jose, fue un error, todo fue un error, desde el momento mismo en que te aseguré haberme enamorado de otro. La verdad es que nunca pude olvidarte, aseguró, mientras una lágrima se escapaba de sus ojos cristalizados. Él fijó sus grandes ojos negros en los de ella y se encontró de frente con su pasado, pero no se alteró… ya había tomado la decisión de vivir en el presente. Sin previo aviso, Julia lo besó. Un beso lento y pausado, luego rápido y eufórico.

En menos de lo que él pensaba, estaba besando de nuevo su cuerpo de ilusiones, recorriendo cada parte de su mujer olvidada en destellos de dolor, penetrando enloquecido sus recuerdos más profundos, lamiendo sus sueños corroídos por el tiempo, para dibujar de nuevo los contornos de su mujer amada y olvidada.

Al despertar, la noche se asomaba ya por la ventana. Miró la hora, 7:15 p.m., aún estaba a tiempo. Se sorprendió al ver el rostro de Julia a pocos centímetros de él, profundamente dormida y sus gruesos labios separados apenas un poco. La seguía encontrando hermosa, no había duda de ello, pero un vacío lo carcomía por dentro… era el lugar que había ocupado el amor por ella. Comprendió entonces que ya era demasiado tarde, que el olvido le había arrebatado de las manos a la mujer de su vida, y el amor, por mucho que se intente, no puede recordarse ni vivir del pasado.

Lentamente y tratando a toda costa de no hacer ruido, se levantó de la cama y se vistió. Sacó la maleta ya lista de debajo de la cama y la llevó hasta la puerta. Los de la mudanza vendrían al día siguiente por sus cosas y se las harían llegar. También le había dicho a Pedro que llegaría en la mañana una muchacha para dejar el apartamento perfectamente limpio y organizado para sus nuevos inquilinos. No quedaba mucho más por hacer.

Tomó un papel y un esfero de su escritorio y escribió:

No llores tu tardanza ni des cabida al arrepentimiento. Preguntaste qué hice durante todo este tiempo: lloré el duelo. No me esperes en el pasado, el presente ya me ha alcanzado Deja que te dé alcance a ti también y ahí podré quererte.

Jose

Salió al pasillo y cerró la puerta silenciosamente…

*Relato inspirado en un edificio sin nombre cercano a la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá).

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