La calle en penumbra….

La calle en penumbra….

La calle en penumbra no presagiaba nada bueno, el aire soplaba por ella como un grito de terror asustando a los viandantes. Un perro comenzó a ladrar para ahuyentarlo pero el viento sopló con más fuerza y el perro acobardado se refugió de nuevo entre los cartones. Una nueva farola se fundió al pasar la figura del hombre. Aquel hombre mitad humano mitad espíritu, caminaba siempre de noche como un vampiro.

Sus ojos brillantes y oscuros no gustaban a los vecinos, nadie se atrevía a sonreírle y mucho menos saludarle, aquel hombre era tétrico, sacado de un libro de Edgar Allan Poe. Su figura lánguida y sus huesos retorcidos recordaban a un esqueleto andante, un muerto viviente o aún peor un hombre sin alma.

Andaba con más prisa que de costumbre, el viento lo empujaba por la calle sin miramientos, algo de su bolsillo cayó al suelo, el sonido retumbó a intervalos por la calle. Se paró a recogerlo pero antes de conseguirlo una mano infantil y delicada cogió el objeto de la acera mugrienta. Examinó el objeto detenidamente y miró al hombre que extendía los huesos de su mano para que depositara en ella el objeto.

La niña sacó de su bolsillo la canica, se la quería quedar porque era preciosa, blanca y negra. Se la entregó al hombre y siguió saltando con una amiga que al oírla jugar había pedido a su madre bajar a la calle.

El hombre fatigado se apoyó en los ladrillos rojizos de su casa, un paso más y estaría delante de su negra puerta, la única puerta negra del barrio, el resto la tenían verde. Casas bajas de ladrillo cuyas puertas metálicas y barandillas eran de color verde hacían del barrio un lugar pintoresco.

Miró a su alrededor, la calle en penumbra, mojada y sucia, llena de basura y papeles, la palabra que acudía a su mente era asco. Respiró profundamente y recordó cuando los ladrillos no eran ladrillos sino paredes pintadas de amarillo brillante, macetas con flores entre unas casas y otras, su mujer hablando con las vecinas y regalándose tartas las unas a las otras.

Aquellos tiempos eran de dicha, era feliz junto a su mujer, su casa era preciosa y los vecinos encantadores. Su pensamiento llegó al momento en que los vecinos cambiaron, el dinero había podrido el alma de la gente, dándose en cara unos a otros, discusiones sucesivas y finalmente la incomunicación, la nada, el vacío. Cuando falleció su mujer los vecinos dejaron de reconocerle, era alguien que pasaba por allí.

Entró en su casa mientras la puerta se cerraba chirriando a su espalda, se sentó en la banqueta del baño y se colocó su ojo de cristal. Se asomó a la ventana y volvió a ver a las niñas, esta vez saltando a la comba. Pensó en lo feliz que hubiera sido si su mujer y él hubieran tenido niños.

Aquel maldito accidente de coche le quito lo más preciado su mujer, el ojo al fin y al cabo para que le servía, para nada, sólo para ver como su barrio se consumía en la desidia.

Llamaron a la puerta, se asomó por la mirilla y vio a las niñas, sujetaban entre las dos al perro que se había escondido entre los cartones.

  • -Señor este perro necesita un hogar, va a llover otra vez y se mojará.

Efectivamente comenzaba a llover y el pelo de las niñas comenzaba a escurrirse por sus frentes, sus vestidos de algodón comenzaron a empaparse mientras el perro lanzaba dentelladas para zafarse de las niñas.

  • -Iros a casa está lloviendo mucho, el perro vive en la calle.

En ese momento el perro consiguió morder a una de las niñas, la otra se asustó y el perro cayó al suelo. Asustado el pobre animal sólo acertó a salir corriendo si control y se metió en casa del hombre, las niñas se miraron y cerraron la puerta a toda prisa dejando encerrados al perro y al hombre.

El hombre entró en cólera solo le faltaba que la basura de la calle también estuviera dentro. Buscó al perro que se había escondido debajo de su cama pero fue incapaz de sacarle, ladraba y lanzaba dentelladas. Los ojos muy abiertos y el cuerpo temblando.

El hombre se apiadó de su situación, cogió su secador de pelo y comenzó a secarlo desde el borde de la cama, se asomaba y veía que al menos había dejado de temblar. Le puso un cuenco con carne que acababa de freír y espero a que comiera. Finalmente el perro se acercó a él y comenzó a lamerle las manos.

A la mañana siguiente el hombre se despertó sobresaltado, no encontraba al perro hasta que lo vio asomado a la ventana mirando fijamente la calle. Le preguntó si quería volver allí y el perro se arrugó tanto que se quedó del tamaño de un cachorro. El hombre le rasco detrás de las orejas y le dijo que él tampoco quería que se fuera.

Desde entonces pasearon todas las mañanas, todos los al mediodías y todas las tardes, incluso los vecinos comenzaron a identificarle como el hombre del perro.

Con este simple hecho la calle recobró un ápice de humanidad y los vecinos dos amigos nuevos.

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