El subte[1] se detuvo en la estación General Urquiza, Ana bajó del vagón, sintiéndose una niña nuevamente…
Su madre la cogía de la mano mientras que con la otra cargaba la Singer[2], la seguía el resto de la prole, sus tres hermanas y hermanos, y cubriendo la retaguardia su padre. La familia al completo cruzó aquel enorme patio de forma circular, tenuemente iluminado por los haces de luces que se colaban a través de las rendijas de las persianas de las habitaciones que se ubicaban en su perímetro, hasta detenerse frente a una escalera de mármol, la subieron, tenía un descansillo a la mitad con baldosas de colores de distintos tonos terrazos con formas geométricas en el interior de cada baldosa. En el segundo descansillo, más grande y con forma cuadrada, había dos escaleras, una a la izquierda y otra a la derecha, al final de cada una de ellas había una reja de forja cerrada con un enorme candado dorado que coronaba una cadena oxidada enroscada entre el soporte de la pared y la misma reja.
Mientras el resto de la familia permanecía en el descansillo, el padre se adelantó dando una calada al cigarro y soltando una bocanada de humo por la nariz, sacó un manojo de llaves del bolsillo de su gastado abrigo, separó las llaves hasta encontrar la pareja del candado, con movimientos bruscos empujó la reja que golpeó contra la pared, el ruido sordo del metal contra el yeso por unos instantes cortó el mentiroso silencio de la noche.
Ignacio, Martha y su prole atravesaron un pequeño patio rectangular hasta llegar a la última habitación de las tres que se alineaban a su derecha. Martha dejó la Singer en el suelo y soltó por un momento la mano de la niña que se revolvió contrariada intentando asirse nuevamente.
Estate quieta Ana, necesito abrir esta puerta, dentro estaremos más calentitos – le dijo su madre con dulzura.
Al entrar en aquella habitación los invadió el olor a humedad añeja. La madre encendió la luz, una bombilla pelada que colgaba de un largo cable negro alumbró la estancia, las paredes con tantas manchas de distintos colores y desconchones apenas dejaban distinguir su color original, las telarañas de las esquinas proyectaban sombras que asustaron a Ana y a León, los pequeños de la prole, que se refugiaron detrás de las largas piernas de Martha.
Había una mesa de madera noble, rectangular, de buen tamaño, y bancos de la misma madera a los lados.
Martha pidió a la mayor de sus hijas que atendiera a los pequeños mientras su marido intentaba encender la vieja cocina. Ignacio comprobó que la bombona tenía suficiente gas y encendió dos hornallas para calentar el ambiente.
- Martha quédate aquí, voy a ver las habitaciones y el baño – Dijo Ignacio a su mujer con tono decidido.
La madre rescató un repasador de las pertenencias familiares y limpió la mesa y los bancos. Acomodó a los niños y puso la pava sobre el fuego para hacerles algo de cenar.
El olor a mate cocido recién hecho se mezcló con los olores propios del ambiente, ahora más templado. Martha depositó en el centro de la mesa siete vasos de plástico, en los que vertió la bebida caliente, y una fiambrera que contenía siete trozos de biscocho que los niños fueron cogiendo mecánicamente según su edad.
Cuando Ignacio regresó la mujer le tendió un mate mientras su mirada lo interrogaba, muda.
Hay una cama de matrimonio y una litera en la habitación contigua y en la otra hay cuatro colchones – comentó Ignacio entre sorbo y sorbo de mate.
Guille, León y Ana dormirán con nosotros – Dijo Ignacio a su esposa mientras le pedía que le diera otro mate – Igi, acompañará a las niñas en la otra habitación – sentenció Ignacio.
Sí, claro – Respondió Martha a su marido sirviéndole otro mate y observándolo mientras él lo sorbía en silencio, ausente.
- Ve acomodando a los pequeños – Indicó Ignacio a su mujer mientras le devolvía el mate vacío.
Esa noche, un patio rectangular, 3 habitaciones y un baño destartalado se convirtieron en el hogar de Ana y su familia…
La vieja cocina, recuperada su dignidad, se transformó en el entorno en el que transcurría la vida familiar.
El patio circular ya no parecía tan oscuro y las persianas de las habitaciones que lo rodeaban se abrían de par en par para que ojos adultos cuidaran de los niños que entre el patio y los pasillos, tan pronto eran vaqueros, policías o ladrones, o reyes y princesas.
Hasta había un boxeador que de vez en cuando atizaba a su mujer que era prostituta. Y un portero, Don Aguirre, que hacía la limpieza y controlaba a los niños más astutos y a los más atolondrados.
Había una abuela, en la habitación «14», que vivía con sus dos nietos, Gabriel y Alejandro. Gabriel, tenía una cicatriz muy fea en uno de sus brazos, los mayores comentaban que se había quemado con la plancha, por un descuido de la vieja a la que se le iba la cabeza pero a la que no le quedaba otra que apechugar con los dos críos porque su hija los había dejado tirados para seguir a su chulo.
Los mayores cotilleaban, mientras, los púberes se robaban besos entre pasillo y pasillo amparados en la penumbra que la noche les regalaba.
La vida se mostraba en toda su complejidad, Ana disfrutaba de retales mágicos de tiempo, transformándose en bruja o en madre, en indio o en “cowboy”,
un mundo de posibles que menguaba para ella, quien, aprendiendo la vida, iba rellenando palabras huecas, que, pletóricas de significado, comenzaron a enturbiar felices tardes de verano en que tanto era princesa como «cowboy», tardes de inocencia, de risas frescas, de pura imaginación.
La estación General Urquiza, espacio de inocencia y realidad.
[1] Nombre que se le da al metro en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
[2] Marca de máquina de coser.
OPINIONES Y COMENTARIOS