El día que mi madre me obligó a procesionar tuve que vestirme con el traje gris perla y soportar aquella corbata violeta aferrada a mi cuello como un perro de caza al de una perdiz. Los zapatos eran estrechos y los rezos, amplios. A mi espalda, los vecinos alzaron a la Virgen del Rosario por encima de los tejadillos de uralita, entre lloros y decaídos aplausos. Mi madre se sintió orgullosa. «Guapo», leí en sus labios. Y comencé a caminar al ritmo de un bendito.

−¡Olé, salao! –gritó La Tana desde la entrada de su casa.

Ocho años después, en aquel mismo lugar, contemplé cómo mi madre se detuvo, avergonzada, frente al garaje de La Tana. Posó su mano diestra sobre la madera añeja y descolorida de aquel portón del demonio, tomó aire y cerró los ojos -a modo de ritual-, y golpeó la puerta hasta en cinco ocasiones. El último impacto fue liviano. Constataba su rendición.

La Tana sonrió satisfecha al vernos aparecer.

Pude sentir el calor cicatrizante de su putrefacta botica.

−Dijiste que jamás volveríais… −dijo.

Mi madre bajó la mirada y cogió la bolsita que ella le ofreció, despacio, como un gato renegón que vive por séptima vez pero que no quiere más oportunidades ni obstáculos.

−Créeme que lo he intentado —confesó mi madre.

−Lo sé, bonita −dijo La Tana−. Pero también estaba segura de que volverías.

Lo cierto es que mi madre intentó luchar contra su instinto con todos los medios a su alcance, habidos y por haber. Con fuerza. Con alma. Pero sin convicción. Lo supe el día en el que la descubrí recreándose en su propio dolor más que en la lectura: «La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata». Aquellas palabras, subrayadas con Stabilo Boss fluorescente, me dolieron como anzuelos clavados a conciencia en el cielo del paladar y arrancados, años más tarde, sin ningún tipo de dulzura.

Cuando el 3 de marzo de 1993 mi madre me sorprendió, sobre el retrete y a la luz de una pequeña lámpara, ejecutando con disciplina mi particular, arraigada y mortífera liturgia, comprendió la imbatibilidad del instinto. Ese momento llega. Te rindes.

−Hijo, yo…

−Qué hostias quieres… −la interrumpí, sin descuidar mi labor.

−Tira eso, cariño −dijo− ¿De dónde lo has sacado?

Yo la ignoré y continué atendiendo mis vicios con diligencia. Me limité a levantar fugazmente la mirada y a sonreír -en un intento fallido por confortarla- con ese gesto desdentado que ella siempre imaginó amigable.

−¿Tienes frío, cielo? Eso es lo que pasa, ¿verdad? −insistió− No te preocupes, mamá irá donde La Tana y te comprará algo para que dejes de tener frío. Pero no tomes eso, cariño… Mamá te traerá algo mucho mejor, de verdad –trató de convencerme, en vano.

−Sssh… ¡Cállate, puta!

−¿No puedes parar un momento? Me estoy haciendo pis, hijo. Deja eso un segundo y espérame fuera –me suplicó–. Ahora te aviso.

Pero no piqué. Ya había escuchado antes esas mismas palabras -o similares- y recordaba, como un disparo, el posterior y despiadado tañido del pestillo.

−Si ya te lo estás haciendo… no sé por qué quieres que te deje el sitio –contesté.

Aquella noche mi madre orinó conmigo acuclillado frente a ella, a la luz de una lamparita corrompida y de la hipnótica llama de un mechero traidor: polvo blanco sobre una cuchara -un cuarto de gramo, más o menos-, un chorrito de amoniaco y la llama oscilante bajo el metal, que hacía las veces de puchero.

Mi madre se puso en pie, se subió las bragas y, a continuación, el pantalón del pijama. Creo que me dio un beso en la frente. Recuerdo el gesto, pero no la sensación.

Cuando salí del baño, la casa estaba a oscuras.

Hallé a mi madre tendida en el sofá del salón -aturdida y desorientada-, entre folletos y dibujos. Los primeros eran publicidad sobre centros de desintoxicación; los segundos, hojas arrancadas de un antiguo y olvidado cuaderno de mis años colegiales.

−¿Qué es esta mierda? –le pregunté, señalando un tarro de pastillas.

Ella no respondió.

Yo golpeé el tarro con rabia y las pastillas rodaron por el suelo.

−Ven cielo, siéntate aquí conmigo. Dame la mano –dijo–. Dale la mano a tu madre.

No podía dejar de sonreír al verme.

−¡Qué coño dices, puta! –respondí− ¿Te has quedado a gusto? –pateé los restos de medicación esparcidos sobre la alfombra.

−No he sabido ser una buena madre, ¿verdad? –se lamentó.

Recuerdo el dolor con el que pronunció aquellas palabras.

−Ya no tengo fuerzas, hijo. Perdóname.

−¡Cállate de una maldita vez! –exclamé.

El viento soplaba fuerte en el exterior. Podía escucharlo. Pero el silencio era descomunal dentro de mí. Y me atormentó.

−¡Di algo, puta! –grité, cogiéndola por los hombros y sacudiéndola como si fuese lo último que me fuese a decir. Y lo fue:

−Solo necesito dormir… −balbució, al tiempo que le introduje los dedos en la boca.

Vomitó sobre sí misma, insuficientemente; y se acabó.

Fue entonces cuando (no sé por qué) algo dentro de mí me empujó a adecentar todo aquel desorden y a apilar los documentos, con tímido e innato mimo, sobre la mesa.

−El baño ya está libre, mamá –dije. Hacía años que no la llamaba mamá.

Pero ella ya no respondió.

«La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata», pensé.

Nuestro instinto, invicto, nos llevó hasta aquel lugar.

Nuestro instinto fue de muerte.

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