Ese verano del 69 sería una bisagra en la vida de Lucía. Las vacaciones soñadas, a sólo unos metros de su casa, donde había una larga hilera de árboles muy grandes. En esa época Lucía no tenía idea de qué especie eran, ni tampoco le importaba. Sólo sabía que eran enormes –por lo menos así le parecían a ella a sus doce años- y que su corteza tenía grandes manchas color claro y oscuro. Sus frutos eran unas esferas verdes y pinchudas, que resultaban muy divertidas para arrojar desde arriba al bando enemigo, en caso de que lo hubiera. Años después, supo que eran plátanos. Había muchos en las veredas de Olivos.
Éste en particular estaba sobre la calle Ramseyer, frente a la estación Borges del ferrocarril Mitre, cuyo ramal en ese tiempo estaba en desuso. Era único. Sus ramas perfectamente equilibradas y acogedoras, habían permitido construir la casa de árbol más espectacular que ella había visto jamás, y que tendría un significado especial en su vida, aunque ella aún no lo supiera.
Lucía era lo que se dice una varonera. Desde siempre jugaba con los varones, a la mancha, al poliladron, al fútbol, a las escondidas… También había jugado con las muñecas y a las visitas, pero disfrutaba realmente con los juegos al aire libre, en la calle, andando en bicicleta o corriendo carreras.
Había llevado bastante tiempo construirla. Lo habían logrado los tres: su hermano Martín, Miguel, amigo de Martín, y ella, Lucía. Tenía dos pisos: planta baja, con paredes de tablas de distintas maderas, y primer piso, cuyas paredes en cambio, eran de caña, cosa de la que estaban orgullosos los tres, por la originalidad del material, que le daba un aire particular a la construcción. Tenía ventanas con cortinas, y por supuesto, un techo de tablas de madera cubierto con un plástico grande, para evitar las goteras. Para subir, estaban los consabidos escalones clavados en el árbol.
Miguel tenía la edad de Lucía, era amigo de su hermano por una cuestión de género, pero era especial para ella. Disfrutaba cada minuto que pasaba con él. Amaba sus chistes, sus salidas ingeniosas, sus pestañas tupidas y sus ojos castaños. Pero para Martín y para él, Lucía era sólo uno más.
La etapa de la construcción fue frenética. Todos los días durante varias horas de la tarde, con un calor insoportable, subían los tres a trabajar. Recorrían el barrio buscando maderas adecuadas, sogas, clavos, alambres y demás, y cruzaban cargados de un lado a otro esa calle Ramseyer una y otra vez.
El espacio reducido del árbol favorecía el contacto corporal inevitable. Lucía experimentaba sensaciones desconocidas para ella cuando se hallaba cerca de Miguel. El vello de su piel se erizaba con cada roce, y oleadas cálidas se apoderaban de su cuerpo.
Cuando estuvo terminada, la casa fue escenario de diversos juegos. Jugaban a las cartas, como al chinchón, a la casita robada o al truco. Otras veces subían a leer historietas, o algún libro de la colección Robin Hood. Tomaban un helado de vez en cuando, o sólo subían y hablaban los tres, dueños del mundo arriba de ese árbol-casa. Cuando llegó el Carnaval, se divirtieron a lo grande tirándoles bombitas de agua a los que pasaban distraídos. Lucía lo usaba también como refugio, cuando peleaba con sus hermanos o se sentía muy sola en un mundo que creía que no la comprendía. Entonces lloraba desconsoladamente y escribía en su diario las insignificancias de cada día, que para ella eran unos terribles dramas, como los que leía en los libros.
El verano avanzaba con sus calores y sus mosquitos. Volaban los panaderos y chillaban las cigarras, y al atardecer, los grillos ofrecían su concierto, mientras los tres amigos disfrutaban el dulce pasar del tiempo jugando.
Quién sabe qué pensaría Lucía. Que ese verano no terminaría nunca. Que la casita iba a estar allí para siempre. Que Miguel y ella tendrían doce años eternamente.
Entonces ocurrió algo totalmente inesperado. Una tarde, cuando el verano languidecía, llegó un puñado de empleados municipales armados con hachas, y comenzaron a destruir la casa. No hubo manera de que se detuvieran a pesar del llanto de los tres chicos y de la intervención de los padres de ellos, quienes pidieron explicaciones. «Tenemos orden de destruirla, porque afea el barrio, se han quejado algunos vecinos», dijeron. Y la fueron desarmando madera por madera, con crueldad. En un rato no más, el árbol quedó pelado. Una montaña de maderas y cañas yacían al lado, como único vestigio de lo que había sido la casa.
A los pocos días Martín comenzó a cursar el último año de la escuela primaria, y tanto Lucía como Miguel comenzaron la secundaria en colegios distintos. La amistad se volvió cada vez más lejana. Él hizo nuevos amigos. Sólo quedó un saludo a la pasada. Sólo eso. Un saludo.
Calle Ramseyer, Olivos, Buenos Aires, Argentina.
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