El viejo solitario y otro solitario escribiendo sobre él

El viejo solitario y otro solitario escribiendo sobre él

hikoseo

07/01/2017

Ciudad alborotada, personas agobiadas y otras tantas un poco más tranquilas. El cielo que ya no acostumbra a pintarse de colores en la mañana, y que más bien prefiere cubrirse con una nube densa y gris. No sé si sea tan gris como el asfalto que desde las cuatro de la madrugada ya empieza a colmarse de autos, personas con sueños, y otras que solo se resignan a tener un trabajo. No sé si sea tan gris, pero estoy seguro que es un poco menos densa que el primer pensamiento de Don Eduardo al abrir los ojos en la madrugada, y recordar que desde hace más de ocho años está encerrado en un asilo, pero desde hace más de setenta, está encerrado en sí mismo.

No sé ni cómo se llama, ni cuántos años tiene, y mucho menos desde hace cuándo está allí en el pequeño asilo de mi cuadra, que hace un par de años se incendió y con su gran llamarada se llevó la poca luz que le quedaba a uno de los viejos. Pero Don Eduardo, como me gusta llamarlo, nunca dejó de estar, como siempre, en su silla de plástico, que él mismo saca del hogar, a la madrugada, dando esos pasos tan pequeños que lo caracterizan, y como siempre, sin emitir una sola palabra.

Nunca he sido capaz de dirigirme a él, pero lo veo por lo menos unas cinco o seis veces al día. En lo que no me ahorro nada, es en los minutos siguientes a que lo veo, en los que puedo imaginarme toda su vida, o incluso, todas sus vidas. Algunas veces tiene tres hijos, y una esposa difunta hace 15 años y él, es un profesor de matemáticas retirado. En otras ocasiones, Don Eduardo, es un experimentado piloto de avión, al que no le tocaron ni la mitad de las tecnologías actuales, y al que no le quedó tiempo de formar una familia. Tantas cosas que logro pensar, y de el viejo solo sé que fuma algunos cigarrillos al día, que pasa casi todo el día fuera del hogar, sentado en su silla, quizás pensando, o tal vez recordando, o puede incluso ocurrir que por su vejez, esté inmerso en un eterno presente, y ya ni siquiera le emocionen los viajes mentales.

Cuando lo veo a Don Eduardo, y pienso en todo lo que puede estar cargando en sus años: amigos de la infancia, su primer beso, la muerte de sus padres, su primer cigarrillo, el temor de las guerras, el olor del café que se preparaba cada día en compañía de su esposa, el primer gol de su hijo, los desaparecidos forzosamente y aquellos que se fueron por convicción, un atardecer viendo el Río Medellín, los amaneceres en las montañas Antioqueñas, o incluso la posibilidad de que el viejo haya llegado hasta el otro lado del mundo, recuerdo la facilidad con la que cada uno de nosotros posee el mundo. No lo sé, pero cuando lo veo, veo la vida entera, veo la soledad, me veo a mí. Por eso esta historia no es solo del viejo solitario, sino también del que escribe sobre él, e incluso de todos los que están leyendo. Y si por alguna casualidad La Soledad llega a leer esto, creo que le gustaría que la empezáramos a llamar Don Eduardo.

Él está tan solo como lo estuvo el día en que nació, e igual de solitario que los otro viejos del asilo. También yo lo estoy como el viejo, e inevitablemente, ustedes, lectores, están solos también. La humanidad se ha encargado de hacernos olvidar de esta soledad, ya que de alguna manera, es el único intento que tenemos de sentirnos acompañados, buscando semejanzas entre todos y dándole valor a la diferencia. Ciudades, redes sociales, centros comerciales, discotecas, parques, universidades, empresas, familias, religiones, cultos, música, deportes; cosas, lugares, actividades, todas con un solo fin: ponerle un paréntesis a nuestra soledad. Tal vez nos sintamos avergonzados de estar solos, o simplemente no queremos aceptar que la vida humana no tiene ningún sentido. Lo que sí es seguro es que somos muy pocos aquellos que disfrutamos de la soledad, aquellos que la afrontamos.

Y es que la soledad es nuestro destino y nuestra condena, somos seres solitarios a los que nos gusta compartir nuestro desamparo. No hay mejor compañía que aquella que nos recuerda siempre aquello de estar solos, con sus historias, sus silencios, sus enseñanzas, sus costumbres. Pero las suyas y no las de otros. Un buen compañero es ese que acepta que está solo, y que se encuentra a tu lado para enseñarte a valorar la soledad. Esos que tratan de evitarla, y creen que con materialidades llenarán el vacío, en algún momento de su vida, se darán cuenta que no hicieron otra cosa que volverlo más profundo.

Solos, arrojados al mundo, como quien sopla a la pequeña hormiga que se pasea por su brazo. ¿Alguna vez han pensado en lo sola que se siente la hormiga apenas toca el suelo de nuevo? Nunca nadie le preguntó hacia dónde se dirigía, y al igual que un Dios, nos sentimos con la autoridad de decidir su destino. ¿Habrán hecho lo mismo con nosotros?

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