104 litros de café y tres bares

104 litros de café y tres bares

«No voy a llorar, no voy a darle ese gusto», pienso mientras me sumerjo, quizás por última vez, en esos pozos azabaches, fríos que tiene por ojos.

Bajo la vista. Ahora buceo en el fondo de un pocillo de loza barata e intento leer, en los rastros de la borra del tercer café bebido, mi futuro.Trato de descifrarlo pero de nuestro amor queda solo un polvo negruzco que semeja un barro donde mi esperanza se ahoga por completo.

-¿En qué pensás?- me pregunta y yo dibujo en mi cara esa mueca que conoce de memoria; la misma que puse el día que me tomó examen de historia de la filosofía y yo no daba pie con bola. Como ahora.

-En todos los cafés que apenas compartimos en estos tres años: los que se enfriaron esperándote, los que bebiste a las apuradas porque tenías que llegar temprano a tu casa…- no continúo la frase.

-Siempre supiste cómo era esto, nunca te mentí- susurra, intentando atrapar mi mano con la suya. La retiro suavemente y pienso que ya ingerí ciento cuatro litros de cafeína líquida a su lado o por su culpa y seguimos anclados en el mismo punto donde todo comenzó. Un recorrido en círculos, un eterno retorno en el que este arquetipo llamado amor se repite una y otra vez, pero perdiendo de a poco su carácter sagrado.

-En Mircea Eliade- respondo.

-Eliade era un historiador- dice casi entre dientes.

-Y un filósofo- añado. Pero ambos sabemos de la inutilidad de mi aclaración: él nunca creyó en la historia y yo estoy hartándome de tanta filosofía.

-Quizás-murmura, asintiendo levemente y clavando esa mirada, que alguna vez me pareció incandescente, en el tráfico que circula por la Avenida Pedro Goyena.

Observo su rostro de rasgos adustos, su melena ya entrecana, las arrugas marcadas de su rictus. Su perfil se recorta a contraluz en la vidriera del bar. Ahora es una sombra, una mera réplica de una copia o un vestigio degradado de lo que fue el amor. Me sonrío a pesar de mi misma.

-¿De qué te reís?- me dice, casi sin mirarme, mientras le hace al mozo una seña con la mano para que le traiga la cuenta.

-De Platón, hace mucho que…

-Sabés que no me gustaba ese bar; estábamos muy expuestos, ahí nos veía todo el mundo- me interrumpe.

Me río apenas de uno más de nuestros constantes malos entendidos. Para él todo el mundo es la facultad; para mí todo el mundo – o al menos el mío-, es o era él.

Recuerdo que al principio nos juntábamos en Platón a discutir los ejes centrales de su materia. Entonces éramos distintos o eso me parece. A mí me encantaba ese bar, me sentía cómoda, libre. Tenía mesas amplias donde podía desparramar mis apuntes y libros, estudiar durante horas sin que nadie me molestara. Solíamos encontrarnos allí por esas casualidades premeditadas. En esa época éramos muy cartesianos, intentábamos encontrar la razón de cada cosa que decíamos, de cada gesto que nos prodigábamos, de cada palabra que callábamos. Nuestros debates duraban lo que dos tazas de café y tres cigarrillos en el sector fumadores. Pero cuando la razón nos soltó la mano y solo la piel imperaba, cambiamos de lugar de encuentro por otro más reservado y solitario.

-A vos te gustaba Vitreaux– le digo mientras lo observo pagar la cuenta de mi café y su té verde. Sus gustos han cambiado también en ese aspecto. Ahora es él el que sonríe asintiendo.

-Ahí pasan jazz y la gente no habla a los gritos- miente.

En Vitreaux teníamos asignada una mesa remota y escondida donde preferíamos beber daiquiris al anochecer, preámbulo de turnos en un hotel cercano, donde nuestras anatomías se rendían al puro conocimiento a través de nuestras sensaciones externas. Dos cuerpos entrelazados con sabor a ron y fruta.

-Sí, Vitreaux es más empírico- contesto con la mirada nublada. Él me mira sin comprender. No quiere hacer el más mínimo esfuerzo por entender mi inferencia disparatada. Yo tampoco intento explicarle nada.

-Entonces, ¿está todo bien?- añade acariciando mis labios con su pulgar derecho, dibujando su contorno en un gesto que me resulta automático y vacío de sentido. Ahora soy yo la que asiente.- ¿Amigos?- acota.

-Por supuesto.- Ahora soy yo la que miente.

-Eso no significa que abandone la dirección de tu tesis doctoral ni que dejemos de vernos. Tenés mi whatsapp siempre a tu disposición- remata mientras me saluda con un beso de compromiso en mi mejilla. Sonrío forzosamente y asiento moviendo el mentón un par de veces.

Lo miro irse por la puerta vaivén vidriada, cruzar la avenida a zancadas, parar un taxi con su brazo -ese donde me refugié tantas veces- y encaramarse al vehículo con premura. Observo al coche perderse a lo lejos, hasta desaparecer de mi vista por completo.

Respiro hondo mientras una lágrima se estrella en la tabla de la mesa. ¡Me parece tan real! Algunas otras la acompañan impúdicamente y yo las percibo con beneplácito. Sé que mi cuerpo las reconoce y las acepta como reales. O al menos lo estoy aprendiendo de a poco. Sin embargo él, ya lejos de mi mirada, se desdibuja y se vuelve incognoscible. Suspiro. Colijo que mi ensayo inconcluso sobre Merleau Ponty está generando daños colaterales en mi percepción y en mi corazón.

Salgo sin prisa del café. La noche está fría y, a unos pocos metros de la puerta del bar, espero en la parada a un colectivo que no llega. Lo aguardo pensando en la lógica de un amor que no la tiene. «Pascal y sus Pensamientos de porquería», mascullo. Entonces vuelvo al inicio de este amor sin razones, cuando bromeábamos construyendo silogismos absurdos entre sábanas y besos.

«Todos los hombres son mortales. Vos sos un hombre ergo vos sos un reverendo hijo de mil putas» infiero, mientras miro el escaparate del bar que ostenta la imagen de Sócrates que pareciera cagarse de risa en mi cara.

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