Los días, ahora más largos, despertaban con el aroma de las flores. Entonces fue cuando decidí volver a las marismas. La comodidad de mi vida diaria me había hecho olvidar aquel lugar con encanto de mi niñez. Solo hizo falta una nota, la pérdida de presencia femenina en casa, y una paleta de colores grises que pintaran mis horas.
Decidí salir por la mañana, para llegar en el momento en el que los primeros rayos de sol se reflejan sobre la superficie del agua, quizás dulce, quizás salada. El coto era extenso y los pinos me abrazaron a la sombra de sus hojas. Mi andar sobre el suelo arcilloso iba dejando un reguero de huellas, fácilmente distinguible. Si había camino, no podía perderme.
Sin embargo, deambulé a paso ligero, hasta que mis pisadas desaparecieron. Un pequeño felino de orejas puntiagudas me acechaba silenciosamente, siguiendo mis pasos cautelosamente, observando y sin entrometerse. Las horas habían pasado sin mi plena conciencia, haciendo que el calor fuera palpable en el sudor de mi rostro. De repente, escuché un crujido, y aparecieron un par de ciervos, que de manera esquiva, salieron corriendo en cuanto nos aproximamos.
- Mira lince —sentí la necesidad de hablar en voz alta— ahí están los ciervos. Huidizos, cobardes. Menos mal que no eres uno de ellos.
Vislumbré algo en la lejanía y me acerqué entre las adelfas. En el suelo, había un par de cuernas, así como unas pequeñas huellas de cervatillo. Lejos de poder defender a la cría, habían decidido escabullirse para proteger a los suyos. Así fue como confundí la osadía con la valentía.
La altura del sol indicaba que era mediodía, así continué mi caminar un poco más meditabundo, sumido en mis pensamientos, mis pies pesaban un poco más. El lince me seguía más cerca, por lo que me parecía menos pequeño. En algún momento dejé de otear un horizonte de pinos, había llegado a la marisma. Lo primero que llamó mi atención fueron los elegantes flamencos en el agua, con su llamativo plumaje que invitaba a la observación.
- ¡Qué belleza poseen esos animales! Sin embargo, no me gustaría que fueras una de esas aves. Demasiado presuntuosos con su plumaje colorido.
- No tienes nada que envidiarle, lince. Es un animal majestuoso. Sin embargo, es demasiado libre y distante allá en el aire, es un mero espectador ecuánime de la realidad aquí abajo.
Mi atención se centró en un flamenco blanco, que dormitaba sobre una sola pata. El resto de aves buscaban desesperadamente entre las aguas un sustento. Finalmente, pude ver cómo conseguían pequeños crustáceos. Recordé haber leído en mi adolescencia que los flamencos debían su plumaje rosado a la alimentación. Así fue como aprendí que toda apariencia lleva ligada un esfuerzo.
La luz iba siendo más tenue y cálida, había caído la tarde, pocos animales habitaban ya las marismas. El lince caminaba discreto a mi lado, lo miré y acaricié, llevábamos horas conociéndonos y me permitió esa leve toma de contacto. Recordé que todavía no había visitado las dunas, por lo que me dirigí lentamente hacia aquellas montañas doradas. Una vez allí, se levantó una brisa que esparció los diminutos granos de arena. Me senté dispuesto a descansar mientras contemplaba el atardecer, sin embargo, una sombra se interpuso entre mi melancolía y el cielo, era un águila imperial.
Una vez hube concluido mis palabras, el depredador se precipitó en picado sobre un conejo, tan oculto que ni siquiera yo era capaz de verlo. Recordé que una vez leí en una revista, durante mi paseo en metro al trabajo, que las águilas tienen la capacidad de ver en cinco colores, dos más que los humanos. Esto les da una visión privilegiada. Observar sin precipitarse hasta el momento justo. Así fue como descubrí qué era la verdadera paciencia.
El sentido del tiempo era inexistente en aquel lugar, los minutos se detenían y a la vez pasaban veloces, hasta que sentí la caricia de la luna. Debía volver a casa, al inicio. Me giré hacia mi acompañante de pocas palabras y nuestras miradas se cruzaron, a la misma altura. Percibí un destello de despedida en sus ojos, me dio la espalda y se escabulló tras los enebros.
Conforme me acercaba más la entrada del parque, fue desapareciendo la pesadez indómita de mis piernas, empezando a sentirme más ligero. Un matrimonio a lo lejos, muy emocionado, se quedó mirándome de manera extraña e inquisitoria. Tal intensidad me provocó cierto malestar e hizo que me refugiara tras la esquina de la casa del guarda del complejo. Me detuve y me dediqué a escuchar el charloteo de las personas que iban de vuelta a sus hogares.
Fue tal mi aburrimiento, que llenándose mi cabeza de diálogos insulsos y monótonos, mi cerebro dejó de entender las palabras de las conversaciones. En un arrebato de desesperación, volví a la marisma. La noche estaba en su plenitud y era escasa la luz de la luna, pero mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, siendo capaces de ver las estrellas.
Decidí tumbarme a la orilla del agua, desprendiéndome del peso de mi alma. Mi subconsciente había decidido que era el momento de detenerme allí, para siempre. Incorporándome levemente, observé mi reflejo en el agua. Una cara moteada, con bigotes y ojos felinos, me devolvió la mirada, sorprendida. En ese instante tuve plena conciencia de quién era y en qué me había convertido. Ese fue el momento en el que olvidé mi nombre.
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