“Para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas”. René Descartes
Las gotas de lluvia que se amontonaban en el cristal de la ventana y el crepitar de los restos de la chimenea rompían el silencio del cuarto. En el centro de la habitación sobre un caballete de madera de roble, un lienzo en blanco. Joaquín lo miraba fijamente mientas sostenía en su mano izquierda un pincel aún seco. A medida que avanzaban las manecillas del reloj, su expresión de serenidad se diluía como los colores en el agua y dejaba paso a una insoportable frustración. Dispuesto a pintar los primeros trazos, a escasos centímetros del cuadro se quedó inmóvil. Paralizado. Sumido por el miedo de no hacer algo digno de ser admirado. El joven emitió un grito que rompió todo atisbo de armonía, y en un improvisado ejercicio de violencia destrozó lo que un primer momento iba a ser una de sus obras. De rodillas en el suelo y con la respiración acelerada, las lágrimas se deslizaban por el pálido y afilado rostro del artista. Al escuchar cómo se abría la puerta de la entrada se incorporó repentinamente, perdiendo el equilibrio, y por poco pisando sus desgastadas, pero aún útiles gafas de pasta y un par de tubos de óleo de colores violáceos. El aire comenzó a impregnarse de un suave aroma a jazmín y pomelo, señal de que Marina había vuelto.
—Una pieza de Wagner de fondo, y Trier rueda una película sobre la miseria humana si llega a ver este caos—dijo la chica dedicándole una sonrisa burlona a Joaquín.
—La pintura nunca ha sido lo mío.
—¿No te cansas de repetir una y otra vez lo mismo?
—Es para interiorizar el personaje.
—¿Nervioso por el estreno?
Marina colgó su abrigo de lana en el perchero del recibidor mientras el actor recogía los restos de su repentino desorden bajo un silencio, en cierta manera incómodo. Era como si ambos no supieran que decir, como si los intérpretes de una obra de teatro hubiesen olvidado sus líneas en mitad de la actuación.
—Todo irá bien—dijo ella mientras deslizaba sus dedos por los rizos negros del chico—Allí estaré para ver como aquel crío al que se le iluminaba la sonrisa cuando representaba a Romeo en la función del colegio, pisa por primera vez un escenario.
Joaquín lanzó un suspiro y sus ojos se tornaron vidriosos. Las palabras de la joven actuaron como una especie de bálsamo que alivió su creciente inquietud.
De repente, Marina se tiró al suelo y cerró los ojos. Su cabello rubio se fundió con la alfombra y una gran mancha de alcohol cercana.
—¿Dónde estoy? ¡Amparadme espíritus celestes! —dijo clavando la mirada en la lámpara de araña.
—¡Habla, vive! Sí, aún podemos ser felices…—continuó Joaquín quien no pudo evitar contener una carcajada.
El sonido de un teléfono rompió con la espontánea escena. Marina se levantó y corrió hacia la mesa del salón para silenciar el estridente sonido que salía del aparato. Cuando alcanzó a ver la pantalla, su expresión cambió de un segundo a otro dejando entrever una desmesurada preocupación. Durante unos instantes la joven se quedó ensimismada en sus pensamientos, mirando a la nada hasta que reaccionó. El móvil había dejado de sonar.
—Joaquín tengo que irme. Intentaré estar puntual.—dijo Marina mientras se ponía el abrigo y cogía las llaves del coche.
—¿Todo va bien?
—Nada grave. Te lo explicaré todo más tarde. Confía en mí.
Antes de que Joaquín pudiera articular palabra, la chica ya había salido por la puerta. Sin saber qué es lo que acababa de ocurrir, decidió centrarse en las últimas palabras de Marina. A lo largo de los años habían forjado un grado tan sólido de confianza, que tenían fe ciega el uno en el otro. Es por ello por lo que dejó de hacer conjeturas sobre lo que podría o no haber sucedido y volvió a enfundarse su disfraz de pintor atormentado.
Horas después, detrás de la cortina Joaquín escuchaba a los asistentes murmurar. Las risas y el ruido acrecentaban sus nervios. Asomándose por un hueco del telón buscó la mirada cómplice de Marina, pero pudo comprobar que no estaba en ninguna de las butacas. Empezó a sentir una presión fuerte en el pecho que le impedía respirar. Pensamientos catastróficos e hipótesis que incluían desde un atropello a un robo a mano armada corrompieron la mente del actor.
El silencio se apoderó de la sala cuando las poleas levantaron el telón. Cuando quiso darse cuenta, Joaquín estaba enfrente del público sin saber qué decir.
—¡La percepción del color depende de la luz!—repetía susurrando Vicente, el regidor.
Joaquín haciendo caso omiso de las líneas que tenía que pronunciar, sintió como el pánico se apoderaba de él.
—¡La percepción del color depende de la luz!
Expresiones de desconcierto, abucheos y alguna que otra palabra malsonante fueron el preludio de un espectáculo sin estrenar. Rápidamente Vicente bajó la gran tela de terciopelo y en unos minutos el auditorio se quedó vacío.
—¿Se puede saber qué es lo que te pasa?— preguntó Vicente con cara de incredulidad.
Joaquín seguía con un nudo en la garganta difícil de deshacer.
Sonó su móvil. Al ver el nombre de Marina en el aparato, sintió como la presión empezaba a desaparecer. Vicente emitió un bufido de resignación, y se dirigió hacia los camerinos.
—¿Marina estás bien? ¿Por qué no pudiste venir? Ha sido un desastre.
—No puedo más.
—¿Qué?
—Todo es una mentira.
De repente se apagaron las luces y acto seguido se volvieron a encender.
(Aplausos)
—¡Bravo! Has estado espectacular.
(Pausa)
—¿Tú crees? Al fin y al cabo tú eres el director…
—Te amarán o te odiarán, pero esto no dejará a nadie indiferente.
—Quien lo odie, probablemente no haya cogido el mensaje…
—Y quien lo entienda…
—Empezará a dudar.
PLANO 72: PRIMER PLANO
—Porque al fin y al cabo ¿y si todo es mentira y no llegamos nunca a conocer la verdad?
(Sonríe)
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