Parménides taconeo sus mocasines negros bruñidos sobre la baldosa marrón oscuro, el viento de la ventana enrejada hizo ondear su camisa cuadriculada con azules negruzcos y su pantalón ocre de bota ancha. Él lo señaló con el dedo y exclamó: -¡Zenón!, su turno-. Este irguió su espalda de golpe, arrastró los antebrazos hacia atrás, aquel movimiento le hizo raspar los codos sobre las astillas de la madera pero aun así y rechinando los dientes, “respondió”: –¡Eh!….¡este!……yo creo que un problema …… o una cuestión…… que se puede citar como ejemplo y que me causa curiosidad es saber el..…… ¿Por qué …….no nací siendo Meliso o porque él no vino al mundo siendo yo?–. Tragó saliva y al hacerlo un pitido en sus oídos absorbió los chiflidos y el ruido en el recinto, giró entonces los ojos hacia los varios que desparramaban murmuraciones, miradas, cuadernos y maletines; estos dejaban caer sus hombros, vientres, caderas y rojizas sudaderas arrugadas por entre los asientos, diría que casi hasta por fuera del aula. Enseguida agachó la mirada, frotó hasta borrar un poco de tinta empanturrada sobre la palma de su mano, agitó entrecortadamente sus brazos en cuyas rasgaduras se apreciaba sangre surcando los pedacitos de piel y ahora, con el pecho creciendo y decreciendo apresuradamente, añadió: –¡Es decir, a lo que me refiero es!……. ¿Por qué soy el que soy?, o ¿Por qué cada uno es quien es y no es otro?- ……..
Limpió con su antebrazo el sudor frío en la frente, disimuló la ardiencia y se percató de los cabellos cobrizos, ojos ovalados y ojerosos de Meliso sentado a su lado en el buró grafiteado con un delfín azul, además se fijó en las gafas de marco dorado de Parménides en las cuales vio, frunciendo el ceño, reflejadas a tan solo ocho siluetas. En el centro del salón y arrodillada sobre el piso se encontraba la que se notaba encorvada, por tanto esta daba la impresión de estar agotada, de pie y cerca de ella se hallaba una sombra que no profería movimiento alguno en lo que parecían ser sus labios, percibió así mismo la sombra frágil que se desvanecía con cada paso que daba por entre los espacios que formaban las hileras de pupitres, también merodeaba pausadamente una que volaba cerca del bombillo apagado, en una de las esquinas Zenón notó la que se erguía completamente recta, haciéndole pensar que se trataba de una columna, la sexta sombra corría y arrojaba con sus manos ágiles los lapiceros, cartucheras, carpetas, reglas, arrancaba hojas de libros con sus dilatados y puntiagudos dedos, la séptima buscaba conversar y saludar a las anteriores ansiando tal vez un abrazo o una palmadita, no desistiendo en sus intentos y finalmente una octava que se alargaba por sobre la puerta, piso, ventanas y paredes descascaradas, perdiendo su perfil humano a medida que Zenón avizoraba sin parpadear el quimérico reflejo; pero todos los rostros sin excepción se advertían criptografiados en forma de máscaras grisáceas imposibles de reconocer en aquel constructo existencial.
Aventándose incesantemente con el cuello de su camisa blanco rojiza, detalló en Parménides una calva salpicada de pecas, manchas, lunares y también que se había quedado quieto, en semejanza a un busto ambarino antiquísimo, pero a los pocos segundos este se arregló pausadamente y por entre su velludo antebrazo el reloj de pulso dorado, arrugó el rostro con piel de naranja e inmediatamente mostró su dentadura blancuzca, a su vez que se agachó dejando resaltar una nariz puntiaguda y ancha, dejó de lado la tiza y escribió la calificación sobre un cuaderno argollado, esto lo hizo con absoluta parsimonia hipnótica atrapada entre sus polvosos dedos verdes y su bolígrafo.
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