Consuelo no se lo podía creer ¡Se había vuelto a estropear el aire acondicionado! ¡Un doce de agosto (todo el mundo de vacaciones, operarios incluidos), con una ola de calor de alerta naranja! En medio del silencio reinante ( inmuebles vacíos, ni un coche en la calle, ni un transeúnte), le sobresaltó el timbrazo de la puerta. Su vecina, una jovencita muy agradable, le imploraba, con pucheros conmovedores, que cuidara de su gata:

_ Mira, no sé a quien acudir, no queda nadie en Madrid, solo serán un par de días, y es que, fíjate, me han invitado a la playa, un plan de última hora, tan apetecible con este calorazo ! ¡Ay! me harías un favor, ¡No!, ¡Me salvarías la vida!… se llama Dolly, es tan buena, tan tranquila, ya verás, ni te enterarás de su presencia… aquí te dejo su mantita, su pienso, sus escudillas, y si te parece bien, ahora te la traigo-

Aturdida por lo imprevisible de la situación, por la avalancha de palabras, por la rapidez, la contundencia de la acción, Consuelo no supo pronunciar, el NO tajante que le chillaban sus tripas retorcidas, solo supo acoger en sus brazos a la maldita gata, un bicho enorme de garras afiladas, mientras su vecina, ya metida en el ascensor, se despedía de ella con sonrisa agradecida.

Consuelo soltó la gata, cogió su paraguas y, a bastonazos, la empujó hacía la cocina, mientras iba maldiciendose a si misma, a su bondad (así llamaban, alababan, las monjas de su colegio, lo que no era más que sumisión, defecto que tanto la había perjudicado… ¡La buena de Consuelo, presente para todos, menos para ella! Cincuenta años desperdiciados.) Encerró a Dolly dando un portazo.

Cuando el bicho arañaba la puerta y empezaba a gruñir, Consuelo, armada con su paraguas, entraba en la cocina, le rellenaba la escudilla de comida, le ponía agua y olisqueaba, con la nariz fruncida, la arena maloliente de heces y orina ¡Cuánto miedo, cuánta repugnancia, cuánto odio le inspiraba este huésped tan indeseable! ¡Qué rencor le tenía!

Al tercer día, la vecina no había aparecido. Le preguntó al portero que sabía de ella.

-Tengo entendido que se ha ido de vacaciones a Nueva Zelanda, esos jóvenes de hoy en día, ya sabe: no paran-

Anonadada por la noticia, Consuelo pulsó el botón del ascensor como una autómata. Cuando llegó a su rellano, congestionada por la furia, había tomado una decisión: llevaría a Dolly a un albergue para animales.

Detrás de la puerta de la cocina, le esperaba una sorpresa: encima de un charco de sangre, cinco masas peludas y pringosas yacían al lado de Dolly y otra estaba saliendo de sus entrañas. Aterrada por la escena, Consuelo cerró la puerta de golpe.

Tumbada encima del sofá, con la persianas bajadas protegiéndola de la luz acerada de la tarde, bañada en sudor, Consuelo no sabía que hacer: el portero ya se habría ido de puente, sus colegas del trabajo estaban en la playa, dos primas seniles componían su familia. No tenía a nadie a quien recurrir. Se pasó horas, derrumbada, aturdida, mareada por el olor nauseabundo que se colaba por debajo de la puerta de la cocina, agobiada por el silencio que reinaba en el bloque de apartamentos, en la calle, en su cabeza hueca.

El hambre empezó a atenazarla. No había comido en todo el día. Armada con su paraguas, volvió a la cocina. Los seis gatos mamaban de su madre, Dolly dormitaba. Del parto solo quedaba un charco oscuro que el calor empezaba a resquebrajar. Consuelo se dirigió a la nevera, arrambló con todo lo que pudo, sin que Dolly se enterara.

Regresó al sofá y mientras engullía la comida, se le ocurrió un plan: disolvería uno de sus somníferos en la bebida de Dolly. Cuando se quedase dormida sustraería los gatos a su madre, los metería en una bolsa de basura, los ahogaría en la bañera, los tiraría en el contenedor más próximo. Al día siguiente llevaría a Dolly, todavía adormilada, al refugio de animales. ¡Y cuando le viniese en gana a la vecina, allí la podía recoger, la muy sinvergüenza de ella!

Cuando cayó la noche, una noche clara de verano, llevó su plan a cabo. Se veía lo suficiente para no encender la luz. La semioscuridad le daba a Consuelo una impunidad que la envalentonaba. Dolly tardó en beberse el agua, nada en dormirse. Después de hacerse con la bolsa de basura, protegerse las manos con unos guantes de cocina, Consuelo metió a los seis gatitos en la bolsa, la cerró con un nudo, se dirigió al cuarto de baño, se puso en cuclillas frente a la bañera que había rellenado previamente, y metió la bolsa dentro del agua. La mantuvo firmemente en el fondo, con un sentimiento de alivio indecible. Poco se debatieron los bichos, unas sacudidas y poco más. Qué fácil es matar, pensó mientras esbozaba una sonrisa victoriosa. Al levantarse se tropezó con la alfombrilla de baño y se cayó boca arriba. Intentó incorporarse pero un dolor intenso que le salía de la cadera y le paralizaba las piernas la hizo perder el conocimiento.

Cuando recobró el sentido, el día asomaba. Tenía la camiseta empapada. Irguió el cuello con esfuerzo: un pulpo inerte y peludo, lleno de cabezas y patas yacía sobre su tripa en medio de jirones de plástico. Demasiado débil para gritar, el miedo ardió en su garganta, áspera de sed.

Dolly, sentada sobre el borde de la bañera, la observaba. Con el pelaje empapado, erizado a puñados, las orejas puntiagudas echadas hacia atrás, la cola erguida como alambre, las pupilas dilatas, la gata la vigilaba. Cuando vio como Consuelo se quitaba de un manotazo a sus gatitos muertos de encima, le tembló la mandíbula y con un alarido saltó encima de su presa arañándole la cara con sus garras afiladas.

Consuelo, protegiéndose el rostro de los arañazos, aulló un NOOOOOOOO que retumbó hasta las parcelas más recónditas de su cuerpo, en la más absoluta intimidad.

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