Una idea se clavó en mi psiquis muy temprano en la mañana, ¿por qué las cosas más pequeñas, ocasionan tanto dolor? Aunque voy conduciendo, no me dejaba en paz, aturdía las noticias. Intente enumerar esas pequeñas cosas: una espina de rosa, una astilla, un chinche, un pedacito de vidrio ¿qué más? un… un… ¡Uf! mi mente estaba como poseída, ¿qué puedo ingeniar para distraerla?
Intenté cambiar de emisora, ninguna se sintonizaba conmigo. Tan pronto como desaceleré mis dedos apareció: “Hello darkness, my old friend, I’ve come to talk with you again…» (The Sound of Silence by Simon and Garfunkel). Silencio, eso es lo necesito en este momento «¿podrá callarse mi mente?», repliqué. Allí estaba yo, sondeando lo insondable, y así se apareció mi vieja amiga, reducía mi pecho. Algo quería brotar, aunque un atormentado grito lo ahogó «¡John no seas un llorica!»
¡Saquen sus paraguas señores!, se escuchó en la radio, devolviéndome a la realidad. Aunque ahora está radiante, tengo que ser precavido. Aparqué cerca del puente y procedí a llenar el depósito del limpiaparabrisas. «¡otra vez dejando todo para después!» pensé. Mi mujer leyó en el otro día, que este líquido representa las lágrimas basales o reflejo del coche «¿qué significa la falta del mismo?»¡Puaj! Amigo mío ya somos dos.
Comencé a contemplar la altura de esa magnífica estructura. Justo debajo, pasaba un modesto río. Embelesado con la sombría vista, me preguntaba «¿qué pasaría si…?» Un brillo, me sacó del trance. Era una chica, estaba sentada en el bordillo del puente, espero que no esté contemplando lo mismo que yo: ¡Buenos días! … ¡buenos días señorita! Aunque no debí utilizar la palabra “buenos”.
─¿Qué quieres? ─respondió, mirándome atónita.
─¿Quisiera saber qué te ocurre? ¿por qué estás allí?
─¿Quién quiere saberlo? o mejor dicho ¿para qué? ─musitó. Sin apartar la vista de fondo.
─Eh… me preocupa lo que estás a punto de hacer.
─¿Hacer? sólo estoy admirando el paisaje ¿y tú? ─recalcó, no sin antes mirarme de reojos.
─Bueno, sé que cada ladrón juzga por su condición… pero además de que contemplé un pequeña posibilidad de… por tu forma de observar el río, pienso que no veías más allá de ti ─Me miró desconcertada─. Creo que reconoció mi sombra.
─¡Está bien! Sí es lo que piensas. No veo el sentido de que te lo oculte ─soltó.
Luego de llegar a un extraño acuerdo, ella me explicó brevemente porqué llegó hasta ese trágico momento. Resulta que no podía llorar. Le pregunté a qué se debía, que yo podría ayudar, ya que de pequeño me llamaban llorón o llorica. Se me hizo un nudo en la garganta, al recordar mi propia incapacidad, y le dije ¿sabes? francamente yo también olvidé cómo llorar y, le extendí mi mano. Negó con la cabeza ¿cómo va ser posible… si los hombres no lloran?, blanquee los ojos, enfaticé que gracias a esa tesis, poco a poco iba llorando menos, pero, una oscuridad crecía más y más. ¿Oscuridad. ¡Sí! mi madre siempre decía que las lágrimas derramadas son amargas, pero más amargas son las que no se derraman. «¿Será esa amargura lo que crece en mi interior?»
─¿Qué irónico no? ─dijo. Sin moverse un palmo. ─¿Acaso las cosas amargas o son venenosas o quieres esculpirlas, sacarlas? ─suspiro. ─¿Y si no lloras, no las sueltas… esas lágrimas se vuelven veneno? ─Se frotó las manos.
Cerré mis ojos y asenté con la cabeza. Ese amargo veneno, crece en mí. Ya que estábamos en tan extraña situación, resolví ser el primero en destapar tan fétido frasco. Sé que el veneno, viene en frasco pequeño- exclamé. Esta mañana esa idea gravitaba en mi cabeza. En mi caso, un instante muy pequeño, nubló mi matrimonio. Le conté, que luego de siete años de casado, mi mujer, perdió a nuestro hijo. Y que no podríamos tener más. Allí, en ese pequeñísimo instante, me trague el dolor y decidí no llorar.
─Plorare ─interrumpió drásticamente mi vago discurso.
─¿Perdón? ─Volví a ofrecer mi mano, esta vez hizo una pequeña mueca.
─Plorare, es la palabra en latín del verbo llorar.
─¿Y cómo lo sabes?
Resultó que estudia Filología y unas de las materias es latín. Precisamente esa palabra la recuerdo, porque se me olvidó cómo llorar. Pude percibir la tristeza en su mirada, pero insistía en fingir. ¿No será que sabemos mejor fingir que llorar?, señalé. Así comenzó a destapar su fétido frasco.
El curso pasado, estuvo enrollada con un profesor, y que como cualquiera de los “no tan misterios de la vida”, quedó embarazada. Aunque deseo que el bebé no naciera, ella lo aceptó y siguió con su vida. Hasta que una mañana, su sábana carmesí reveló que aquella vida no continuaría. Además, su enamorado, con quien tenía planes de casarse, la dejó. «Los hilos de la vida nos entretejen», pensé, sino, ¿cómo pudimos llegar hasta aquí?
El sol se escondió, estábamos tan aturdidos, que no notamos su ausencia, ni la gélida brisa, ¿y por eso no lloras?─pregunté.
─Estaba en plenos exámenes, sólo seguí adelante. Pero hoy, no puedo más. Si pasará, aunque llorase, serían lágrimas de cocodrilos.
─¿Y eso?
─Porque en el fondo, eso era lo que deseaba ─confesó.
Creo que hoy la vida nos juntó en este punto por algo ¿no crees? Volví a cerrar los ojos e inspiré una bocanada de aire húmedo. Me preguntó qué podríamos hacer, ¡dejar de fingir! señalé. Ya que hemos podido vaciar esta amargura, continuemos así hasta dejarlo completamente vacío. Así fue, poco a poco, vaciamos nuestro amargos recuerdos. Nuestras lágrimas, como gotas de lluvias, se precipitaron por nuestras mejillas, se desparramaban sin consuelo. Pasamos de moderados a fuertes sollozos, rápidamente. Creo que el no llorar, nos trajo hasta aquí.
Nuestras sonrisas, se asomaron como un claro de luz, después del aguacero. Por fin, me extendió su mano. Ya en tierra firme, abrazamos la libertad. Nos liberamos de esa oscuridad, esa que envenenaba nuestras almas y, como si la madre naturaleza se desahogara con nosotros, precipitó todas sus gotas y, con una cálida despedida, comprendimos que ella también debe plorare.
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