Yo era un hombre harto de los buenismos del mundo. Los buenismos, considero, son tan dañinos como el fascismo. El fascismo convoca a la muerte de los más débiles y tontos a manos de los más fuertes e inteligentes, pero el buenismo nos convierte a todos en idiotas débiles amontonados en el abismo de la muerte del carácter y la individualidad. Pareciera que todos tenemos una pereza hacia lo que signifique tener una idea propia, y un miedo a que se vean nuestros vicios, nuestro verdadero rostro humano, y vamos hacia los extremos sin tener respeto por nosotros mismos, creyendo cuanta bondad o maldad se le ocurra a la mayoría… «La mayoría», ¡qué asco me producía esa palabra cuando yo era un hombre solo!
Un día pensé que quizás era un completo imbécil ahogado en el sufrimiento de los cuestionamientos, y así, comencé a cumplir las normas, a encajar, a probar cómo era ser como los otros quieren que seas, según los tiempos y las modas; me casé, tuve hijos, conseguí un trabajo estable, me convertí en un hombre sociable; y comencé a fallecer. Por supuesto, no comprendí en ese momento mi muerte prematura, sino más tarde, no es algo que se pueda explicar con pocas palabras, pero para que entiendan, me remitiré justo a ese día en que sucedió algo maravilloso que me hizo regresar a mi verdadera esencia.
Estaba sentado en una terraza repleta de gente bebiendo y tomando el sol, rozaba con la punta de los dedos una taza de café que llegó medio frío y no cumplía mis expectativas, como siempre, pero ya no protestaba, había aceptado que el café en ese sitio lo preparaban como un aguachurre que todos tomábamos con aceptación. Pues allí, inesperadamente, frente a todos, se originó una pelea.
Dos hombres se gritan al unísono entrecortando las palabras en una especie de jerga particular de la que solo nos llegan retazos de comprensión, se sujetan de las chaquetas y avanzan en una danza brusca y viril de sensual violencia. Se hablan muy cerca, se respiran, se acompasan, casi pareciera que en vez de pelear podrían, en algún instante, besarse…
La gente se inquieta, murmura, se levantan de sus sillas sin dejar de mirarlos y tratan de llamar la atención a aquellos que aún no han descubierto la crisis en la mirada de los hombres…
…que ahora se mueven por la terraza a toda prisa, chocan con las mesas y hacen saltar vasos y ceniceros, servilletas que demoran en caer al suelo y dibujan una pausa…
La gente huye de la proximidad de la contienda, pero no se van, son espectadores, con los rostros del espanto, frente a un coliseo que se ha abierto rápidamente en el centro del sitio con el mobiliario por el suelo…
Uno de los hombres saca un cuchillo y lo planta frente a la cara del otro, que intenta hacer un movimiento desesperado para zafarse y solo consigue un tajo en el rostro, la sangre sale en línea gruesa y espesa hasta la chaqueta negra tiñéndola, pura belleza…
La gente grita, todos tienen sus móviles en la mano, unos, para llamar a la policía, otros para filmar la corrida…
Entonces, ambos hombres se cosen uno al otro, cuerpo con cuerpo, sexo con sexo, rozan los labios, y la sangre del herido termina en la cara y la chaqueta del agresor…
La gente, toda, luce la misma cara de terror.
Ya con el sonido de la patrulla policial en el ambiente, se dicen algo que nadie puede escuchar, y la muerte hace entrada en la boca abierta del herido que se desploma frente a su oponente rozando con su cara todo el cuerpo en tensión de aquel que nunca soltó el cuchillo.
Yo, sin embargo, estoy encantado, y ella, dos mesas más allá, sigue tomando su café y mirando el cuadro, contemplando el hilillo de sangre que en algún momento le tocará la bota si la policía, con su habitual despliegue, no rompe tanta magia. Solo quedamos nosotros dos sentados en la terraza.
Entonces comprendí que, si mi familia me acompañara, mi actitud sería como la de la masa, y yo habría alejado a mis dos hijos del show, como si la muerte no fuera esa constante de la vida que te somete para reconocerte latiendo. En efecto, la cercanía de la muerte era lo único que conseguía hacerme recordar quién era, rescatarme del infierno de la opinión ajena y de las suavidades banales de este mundo hipócrita, sacarme de mi estupor, de los programas de la tele, de las noticias falsas, de las redes sociales en la que mi mujer empleaba la mayor parte del día hablando de causas humanas, de los pijos ordinarios y la masa en desidia que nunca entendían la magnitud sublime y terrible de la pobreza y se revolvían en su miserable vida creyéndola sumamente interesante, de los «buenos» que lo ven todo mal, del «mal» que intenta posar de bien todo el rato, como si no se notara su colmillo.
Yo, Samuel Clairon, cansado de la soledad, terminé por parecerme a todos, para descubrir, ante este espectáculo, que ese cambio solo me provocó aún más soledad, no hay soledad peor que la de estar rodeado de gente y no tener con quién hablar. Pero hoy, ante los restos de la sangre en el suelo después del duelo, la he encontrado a ella, todavía disfrutando del café.
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