Ágathos y Oinos salieron del relato de Poe. Maestro y discípulo vagaron por el espacio infinito que, en su inmaterialidad, se antojaba hogar.

Bordearon en vuelo ingrávido un remedo de asteroide, una chinita en el inmenso cosmos. Lo llamaban tierra, un ínfimo planeta de los incontables sistemas solares del universo. Bajaron a observar. “Algo se podrá aprender”, dijo sin mucho convencimiento Oinos, atraído por la indolente curiosidad de los neófitos.

Percibieron en los primitivos ocupantes una emoción que les resultó desconocida: la llamaban miedo. Eran seres que habitaban un cuerpo capaz de permeabilizar sensaciones llamativas, tendentes a buscar camuflaje en la abundancia de palabras. A saber: recelo, temor, espanto, pavor, pánico, medrana, jindama, cobardía, terror, horror…Cada una tenía su sentido, pero el final de trayecto era el mismo.

Oinos, inquieto por aquella extraña percepción, preguntó a Ágathos.

— Maestro. ¿Qué es el miedo? ¿Podemos sentirlo nosotros?

— A pregunta difícil – atajó Ágathos -, respuesta compleja. Parece que los seres incorpóreos lo podemos obviar. No me atrevo a teorizar. Peguemos bien el oído; ya sabes, escuchar, magnífica fuente de conocimiento.

A la tarea se pusieron. Pasaron enseguida dos amigos. Uno decía: “ya han anunciado el ERE. Doscientos a la calle. No tengo que decirlo, con mi edad, ¿qué porvenir me espera? Pánico me da el paro, cuando tengo tanto por hacer y mujer e hijos dependen de mí”.

Agathos y Oinos siguieron la senda sin huellas marcadas. A la vuelta de la esquina captaron el pensamiento de una mujer rondando la ancianidad, compungida. No podía hablar más que para sí. “Mi Alberto ya es presa del Alzheimer, nombre complicado para designar la crueldad del olvido. ¡¡Qué injusticia, Dios mío!!: una vida llena de recuerdos, de vivencias, que va a caer en el abismo de la desmemoria. Para volverse loca. ¿¡¡Qué hemos hecho para merecerlo!!?

Los dos se miraron. En la abstracción corpórea de sus conciencias algo bullía. “¿Cómo llamarlo? – meditaba Oinos -. ¿Será compasión? ¿Acaso estoy empezando a conocer la angustia que parece florecer en estos seres primitivos? No estoy cómodo”.

Se posaron ambos en la tierra. Quizás, a pie de superficie, podían tener otra perspectiva. Se puso al lado de ellos un hombre joven. Mascullaba: “día quince del mes y apenas me queda dinero para lo más elemental. Y encima me llaman afortunado por tener trabajo. ¡¡Qué cinismo!! Si estamos en una esclavitud legalizada y tolerada por el conformismo miedoso de la mayoría. Mi futuro, pero… ¿será posible conjugar ese tiempo en mi verbo existir? Carezco de horizonte. Triste reto el de sobrevivir”.

Un instante apenas, y vieron un personaje distinto, de tez oscura. Deambulaba con una bolsa a la espalda. Hablaba con los ojos del desamparo en tierra hostil. Parecía brújula imantada, sin norte. No abría la boca. Llevaba tiempo cerrada para las palabras y los alimentos. Miraba, y esa mirada, era el terror mismo. Ahí iba un ilegal, un delincuente burocrático. El destino parecía haberle dictaminado una cuarentena de vivir. Huía de las balas de una miserable guerra y venía a parar al espantoso exilio de la incomprensión.

Ágathos y Oinos se turbaron. Se sentían poseídos por una enfermedad contagiosa. ¿Se llamaría angustia? ¿No es lo mismo que terror?

Vieron un gran edificio. Atravesaron sus paredes y fueron a dar en una estancia aséptica, donde un hombre con bata blanca comunicaba a una mujer madura, visiblemente afligida: “cáncer. Es maligno. Hay que operar. Y luego ya sabremos….”.Terrible énfasis. Ella tembló. Se quiso agarrar al soporte de su coraje, pero no lo encontró; estaba aturdida. Habría tiempo…. o no.

La conmoción se intensificaba. Siguieron ruta. Pararon en un quiosco de prensa. A la vista portadas de periódicos. En grandes y negras letras catástrofes y peligros de todo jaez.

— Vámonos. ¿En qué locura está sumido este sitio? –dijo, casi gritando, Oinos. ¡¡Qué lección de terror!! Creí que sería cosa de la imaginación, pero la realidad lo supera con creces.

Ágathos no dijo nada. Enfrente, pararon ante una cartelería de grotescos muertos vivientes. “¡¡Qué burda caracterización del más allá que representamos!!”, dijo Ágathos, picado, no obstante, por la curiosidad de penetrar en el interior del cine con el que habían topado. La película se promocionaba con alusiones rotuladas de horror y sangre. Nada más verlo, a los dos ángeles todo les pareció grotesco. Los espectadores gesticulaban, gritaban a coro ante tics grotescos, gemidos guturales y erupciones de salsa roja, sin pizca de convicción. Un aquelarre de pueblo primitivo. “Extraña especie ésta, parece divertirse jugando a aterrorizarse. El miedo está en el interior de estos seres. Si sale a flote, parece frivolidad, espectáculo”, musitó Ágathos.

— Ágathos –inquirió Oinos -, creo que hemos visto bastante. Reconozco esas emociones, incluso en mi inmaterialidad.

— Mentiría – contestó Ágathos – si te dijera que no percibo lo mismo. El miedo en estos seres aflora desde lo más profundo. Devora las vísceras. Tiene tantas causalidades que se puede afirmar que hay tantos terrores como personas. Me resulta llamativa la vinculación entre el pánico y antónimos como felicidad y amor. El recelo a perderlos acobarda. La genealogía del miedo que buscamos es propia de individuos y colectividades, por ello no puede abordarse como emoción unívoca. Otro ejemplo: el miedo al dolor físico se percibe antes en el alma que en el cuerpo.

— Entonces, Ágathos, ¿espíritus como nosotros podemos escapar a esas acepciones que prefiguran el miedo?

— Nuestra materia prima está hecha de alma. Aquí, los miedos fluyen desde ella hacia la mente, que alerta los mecanismos de respuesta corporales. Contrarrestan con el valor o sucumben. Sufrir es antesala del miedo. A nosotros nos está vetado padecer porque se nos ha prometido felicidad eterna. Ellos padecen con el alma, y nosotros somos ella en estado puro. Hay tanto misterio, humanidad y espiritualidad en el miedo, como en su antítesis, la valentía, que se me hace harto complicado acotar fronteras. Oinos, hemos conocido una nueva dimensión, en forma de emoción ajena, y eso nos aparta de la ignorancia como anestésico.

ÁNGEL ALONSO

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