Sin el sentido de referencia que tienen los sujetos para relacionarse con el mundo, no existiría la realidad, ni sería posible inventarnos el mundo desde la fórmula del yo pienso. No se nos daría ninguna interpretación lógica, que nos permitiera aprehendernos a nosotros mismos como individuos o realidad existente de por sí. Cuando el sentido de referencia no contiene significación alguna, cuando no hay algo puesto ahí, en la significancia de las suposiciones, se pierde la distancia con lo real, y se oscurece lo que se trata de poner en el sentido. Lo significativo puede estar o no estar referido a lo que puedan, o no puedan ser las cosas. Tal vez se descubre, cuando se está ahí, en medio de los asuntos diarios, la gran variedad de suposiciones sobre diversos asuntos; y nos pareciera que la realidad fuera algo informal que no presenta claridad propia, y cada vez más se nos parece, en medio de lo discutido, que surge el rasgo inevitable de la arbitrariedad, pretendiendo presentarse inevitablemente de suyo como original. La referencia parece un asunto fuera de sí, no un asunto que tiene que ver por lo menos con algo. Las sombras de lo real están unidas al origen de los supuestos.
No se advierte ninguna claridad y distintividad en la posesión del ser; más bien, lo que es descubierto como ser, se da en el sesgo de lo “negado”, “ironizado”, “irracionalizado”. Como si en medio de lo expresado, en la tendencia de sentido, se diera mayor importancia a “lo accesorio” o a “lo accidental” de lo existente, no se ha logrado hacer alguna diferenciación, sino se ha dado un cierto modo a lo real, una cierta gradación existencial. El sentido que prefiere lo accidental a lo esencial, se deslinda del ser, como si el nivel de su carácter fuera algo meramente transitorio, y se trasladara en su accidentalidad, precisamente en el inmediato instante que adquiere otro perfil.
La insistencia de la filosofía moderna, por obtener el sentido de lo real a partir de alguna totalidad, se ha venido desarticulando, en una pluralidad de realidades, que acentúa celosamente el gusto por el detalle, o por la preferencia del ángulo. Cada vez más cerrado, en todo lo escrito últimamente se privilegia sobre el dato -al perfil-, validando así una filosofía sin supuestos. El esto del que partía, como primer dato, es reemplazado por la trayectoria del detalle, y el fenómeno es posible de detallarse hasta el último de sus detalles, en un juego de acercamientos y proximidades. Los argumentos de dicha trayectoria innumerable de detalles, toman de seguido, no pasos deductivos, sino maximizaciones de los fenómenos, como si se supiera de antemano, que en su pretender ser hay algo en el ser que no alcanza a ser algo que no llega a ser, como si el ser no alcanzara la realización de su ser.
La palabra Ser propiamente dicha, está referida a todo lo que es. Significa la parte esencial de lo que es, una especie de unidad, un uno en un todo que trascendía lo experimentado. Pero cuando sólo se formula el ser de los objetos, se le termina por dar mayor fuerza de validez a la realidad del objeto. Lo que sólo es, tiene forma de objeto, y todo lo objetual sería el asunto definitivo de lo real. Las cosas simplemente son, y esa es toda la conclusión. Esta evidencia objetual de las cosas, y del ser, se da ya de cierto modo en el empirismo. Pero no ya como asunto de su existencia, sino como sustrato de la percepción de cosas.
Toda otra propuesta tratará de sustraerse a la realidad de la cosa, y alimentará desde el empirismo, cierto grado de falsedad.
La palabra ser humano, por ejemplo, no sería más que una vanidosa manera nominalista de autodefinir la imprudencia humana, cuando el hombre se ve a sí mismo como causa eficiente ante el mundo y las cosas. El hombre, así, sólo alcanza a verse como causa formal, pues se ve a sí mismo como existente, requiere de la necesidad y universalización de su significado; esta es la advertencia del idealismo, pues sabe de antemano, que sin el ser no hay un lugar ni para él ni para las cosas. La universalidad se gana al descubrir el yo, y acompaña todos los contenidos de las representaciones, encontrando, que es más lúcido ver, como pueden ser o llegar a ser las cosas; primeramente desde la visión idealista con la conciencia y luego en el conocimiento empírico a través del objeto. Pero para el hombre de hoy, podríamos decir que lo propio de las cosas y de su ser, está en su dejarse ver. Lo único que se da del ser es, precisamente, su modo de ser. En tan quijotesco asunto, por la forma que algunas veces se toman, existe la sospecha de una nadificación del ser, un no ser que de algún modo quiere ser, convertido sobre todo en expresión social.
La legalidad de la filosofía deja de ponerse en razones indivisibles, por razones de fundamentación, trasladándose a la parcialidad del presente, y a la parcialidad del accidente. Entonces, los individuos ya no percibirán su mirar transparentemente, sino que dirigirán su mirar a lo que de algún modo todavía no está constituido. Eso que está por ser constituido no es otro que el poder ser del ser. Sólo en su modo de ser, el ser puede ser. Aquí las cosas, se nos darían, como si fueran reales, pero sin ninguna determinación anterior no habría posibilidad de estabilizar o fijar el ser. Se daría por primera vez, una filosofía negativa, una filosofía de lo que no es, cuyo único supuesto, la ausencia de toda determinación radical. El rodeo se inicia desde y por la radicalidad del poder ser.
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