Reducción al absurdo

Reducción al absurdo

Miguel Blanco

19/02/2019

Volví abatida después de mi charla con Recursos Humanos en plena calle. Aspaventé varios colibríes, ruiseñores y petirrojos que me rondaban las orejas. Abrí el buzón y cayó al suelo un folio doblado. Media página, encabezamiento personalizado a mano; pero sin sobre, cutre. Me vino a la cabeza la curandera del cuarto izquierda.

No llegué a leer el número. Arrugué el papel y según entré en casa fue a la basura. Sin embargo, después de comer —mientras me ponía de nuevo la escafandra entre un piar incesante— volvió a mi mente la última frase, «sé que necesitas ayuda». La bola de papel estaba bajo mondas de patatas, cáscaras de fruta y espinas de pescado. Olía mal. La planché con la mano, la saqué al alfeizar, y puse un cenicero encima para que no se volase. Al verme, los periquitos de los vecinos se agitaron en su jaula.

Lección de filosofía aderezada con atletismo y un tufillo de autoayuda. Sólo faltaba «se leen los posos del café». Como yo suponía era la del cuarto izquierda. Beyoncé, filósofa, sabía que necesitaba ayuda. Se había cruzado conmigo y mis pajarillos en el portal esa misma mañana.

El día que empezó todo, salí de la oficina para comer. Mismo lugar, mismos compañeros. Comí lo de todos los jueves, arroz. Ese día, el del señorito, sólo con tenedor. Al volver, cruzando el parque, una mini paloma en vuelo rasante me rozó la oreja. A su señal, acudieron cotorras, golondrinas, mirlos y, finalmente, una bandada de gorriones, ruiseñores, carboneros, petirrojos, verderones… yo qué sé. Todos en miniatura. Decenas de minúsculos enjambres inteligentes. Tenía la cabeza a pájaros. Primero acechando, después, entrándome por la oreja derecha y saliendo por donde buenamente podían (boca, fosas nasales, orejas, alguno lo intentó por los globos oculares, pero desistió al chocar con las gafas). No causaban dolor, pero su aleteo en mi interior era muy molesto. Corrí a la oficina, pero no respetaron ni el ascensor ni el cuarto de baño ni los armarios en los que me encerré huyendo de ellos. Al rato, el jefe me dijo que me marchara a casa. Estuve varios días sin salir. Como no quería ir a consulta, me visitaron a domicilio varios médicos. Ninguno encontró anomalías en mi organismo, indicios que explicaran esa atracción repentina que sentían por mí todo tipo de aves a escala. Vivo sola y aguanté, con la casa repleta de alas zumbando, hasta acabar las existencias de una nevera más triste cada día.

Comencé a taparme la cabeza, escafandra en casa y sombrero por la calle. Quise volver al trabajo, pero el guardia de seguridad, bien instruido, no me permitió entrar al ver el remolino que rodeaba mi cabeza. El director de Personal bajó a la calle y hablamos en la acera.

—Juana, mientras sigas así no vengas. Estás de baja.

Ese fue el día que encontré el papel de Beyoncé en el buzón. Subí a su casa y me dijo que, por ser yo, me recibiría mientras cenaba.

—Esperaba tu visita, Juana. Sabía que acabarías viniendo. Lo que te sucede tiene arreglo. Solamente tienes que confiar en el argumento ontológico de san Anselmo y tu problema desaparecerá igual que vino. Tan sólo una premisa: olvídate de los porqués. Tu sanación es cuestión de fe.

Estuve tentada de irme, pero callé. Después, sacó el datáfono. Mis brazos parecían aspas de molino. Esa tarde, los pajarillos estaban especialmente inquietos. Beyoncé era cálida en el trato, convincente. A cada frase suya, yo asentía.

Me recitó los seis puntos. Como en el panfleto. Cambiando a Usain Bolt por lo que rondaba mi cabeza.

«¿Crees en la posibilidad de que los pájaros se vayan? Imagina que te doy la mejor solución para que lo hagan. Esa idea existe en tu mente, pero ¿qué pasaría si se hace realidad? Imagina ahora que alguien te ofreciera una ayuda aún mejor. Eso es imposible. Habíamos quedado en que la mejor solución era la mía. Por consiguiente, si no es posible mejorarla, queda demostrado que yo tengo la solución. Y, ahora que sabes que —si tú quieres— hay remedio, los pájaros se irán; dales tiempo».

Una mañana, al despertar, volví a escuchar el silencio.

Si, gracias al argumento ontológico de san Anselmo, los pájaros han salido de mi cabeza, estoy convencida de que Usain Bolt tendrá sucesor y —además— Dios existe, solamente puedo decir una cosa:

Ahora, ¡que me echen lo que quieran, hasta lo más terrible!

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