¿Confiamos en nosotros con sinceridad? Quizá de noche nuestra percepción de lo real decae hasta límites excesivos. Después de un diálogo casi interminable con los sucedáneos respectivos del día a día ¿Qué nos queda? El descanso no es admitido como una actividad cotidiana y la introducción total del reposo puede ser un exabrupto de la total comodidad de la distracción. La suspensión de todo tipo de acción es la actividad que más puede costarnos, más a mí, que fumar puede ser un pasatiempo atractivo después de fingir placer en una velada intensa y negligente, donde lo único importante es esconder la estructura emocional, de fatiga, de cansancio, de amor.
A pesar de aquellas veces donde el ser humano puede fingir una diversidad de emociones, al parecer, para mí, la única emoción que no puedo disimular es el miedo. Una de las experiencias más sinceras que se puede llegar a sentir, incluso más que el amor. El miedo no respeta nada, ni tu condición social, ni el nivel de intelectualidad que poseas, ni tus bienes, ni tu color de piel. Se interna por debajo de la carne y se siente como si estuviera por debajo del corazón. Todo el cuerpo tiende a comprimirse y los vellos se erizan. Dicen que el miedo es un equipamiento complejo de todo ser viviente para que pueda subsistir al entorno, que se activa ante la presencia de peligro y que prepara a nuestro organismo ante cualquier próxima reacción que pueda acontecer ¿Qué sucede si no hay peligro, pero hay temor? En muchas ocasiones caemos en un estado de alteración sin razón alguna, sentimos que nuestro cráneo se encoje y los pulmones se estrechan. La luz, la única belleza. Quizá no sea el peligro lo único que perturbe nuestro estado de reposo, sino también la sensación de inestabilidad. Carecer del poder de ejercer control sobre todo lo que nos rodea y aún así engañarnos pensando que podemos manipular ciertas situaciones y objetos ¿Comprenden? El miedo es sincero y no miente. No puedes camuflar el miedo, la herida punzante que comprende todo el universo. Todo acontece por un temor intrínseco a la esencia de lo existente. Miedo a desaparecer, miedo a morir, miedo a lo desconocido, miedo a lo que creemos conocer, miedo al aburrimiento. Nos mueve esa pequeña totalidad. El miedo no miente, es la sensación más pura que puede existir.
Nuestro enemigo imaginario reclama el terreno propio, que dice le corresponde por herencia, por trato directo con el portador del miedo, como un invasor que tiene la potestad de exigir la columna vertebral misma o el aparato respiratorio. ¿Cuántas noches he pasado así? Mirándome al espejo, cuestionando la mirada que atraviesa la grieta del vidrio, del vapor, de la sensación incansable de no hallar una posición adecuada para descansar. La angustia es angosta. ¿Cuántas veces me he visto difuminado, como siendo testigo de algún mal que se prolonga por las paredes y los muebles? ¿Cómo es posible impregnar de subjetividad los objetos y ser consciente de ello? O lo que es aún peor ¿Cómo es posible hacerlo y seguir sintiéndose atrapado, como un aguijón que se hunde cada día más en mi cerebro? ¿Cómo puedo apropiarme de aquello que es externo a mí sin apropiarme realmente de las cosas? ¿Acaso responden a una realidad que se me muestra desdoblada? ¿Es la sensación de miedo a quien debo hacer responsable de esta sublevación de lo real? ¿Cómo es posible que la vida cotidiana se mueva sin avanzar, como si el acto de “avanzar” se hubiera deslindado de aquello que debería ser movido por él?
Los días solo suceden, como empujándose los unos a los otros, como un rumbo que sigue a ciegas, caprichoso, y las victimas únicas solo guardan un silencio tan mecanizado. Yo soy la víctima. Los días me empujan a mí, amontonándose como frívolos, pero sinceros, colegas de trabajo. Y si amanece sería un milagro, y saber que de verdad amaneció lo sería aún más. ¿Y si es el miedo el que le está dando el sentido a mi entorno? Hay un inquilino que no quiere transgredir la vida que se acumula en mis ventanas, todo ese torrente que ha permanecido ansioso de generar una ruptura entre el estancamiento y la desgracia. A los niños les han regalado, de una forma demasiado cruel, la leyenda de aquellos seres que habitan debajo de sus camas, de esos lugares donde uno encuentra reposo, paz, calma; la mejor fortaleza para un pequeño. Por lo general, el niño enfoca su atención en un lugar específico de la habitación. Podría llamar a su madre, podría el familiar a quien él haya solicitado ayuda inspeccionar por debajo de la cama y corroborar la seguridad del pequeño miembro de la familia. Pero ¿Dónde se esconde la criatura en mi situación? Quizá debajo de mis costillas, quizá debajo de mis pulmones o en algún riñón. O quizá, lo peor sería que no se escondiese, que este impresa en todo lugar, que tampoco se mueva debido a que su extensión ya ocupó los muros, las puertas, el baño y la sala. ¿Cómo buscar aquello que no se esconde? ¿Cómo saber cuándo encontraremos aquello que no sabemos cómo es? Colapsan las ideas, colapsa la forma habitual de hacer política dentro del hogar.
Si he decidido a salir el día de hoy es solo para corroborar lo que mi actitud intransigente se negaba a aceptar. La extensión del miedo rebasa los límites de mi hogar, quizá perfora los muros y se filtra como agua en estado gaseoso por las ranuras de la puerta. ¿A dónde hay que huir para que excluirse del rango de alcance del inquilino que ha llevado conmigo un tiempo incalculable? Una conocida me llegó a tomar una fotografía, al parecer, este tiempo en el claustro de aquel que he denominado »inquilino» ha hecho que este mismo personaje pueda convertirse en el dueño de mi persona, ¿Que naturaleza posees? ¿Cuándo fue la primera vez que te di cabida?
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