Después de la batalla, el último hombre en pie, ahora sin secretos, desplegó sus ominosas alas. Justo cuando se preparaba para alzar vuelo, de entre sus plumas, empezaron a emerger minúsculos hombres que entonaban cantos lastimeros. De repente, uno de ellos gritó: ¡Las plumas, señor! El hombre recogió una espada y, enardecido, estiró sus brazos, y se cortó las alas. A lo lejos, mientras caminaba parsimonioso, el hombre se transformaba en una multitud que cargaba a Dios y desaparecía por las grietas del sol.

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