Son las ocho de la tarde y el salón central está abarrotado. ‘Sujeto A’ y ‘Sujeto B’ estrechan sus manos en solemne saludo. El señor con guantes hace un gesto para que comience el juego. ‘Sujeto A’ abre el grupo. ‘Sujeto B’ intenta defender. ‘Sujeto A’ ve bola. Puntúa. Encadena. No falla. Gana el frame. Fácil uno a cero. ‘Sujeto B’ empieza la segunda mesa. Partida defensiva. ‘B’ juega táctico, lento, desespera. Bolas que huelen y saben a plomo. Gana. Tercera mesa también para ‘B’. Como cuarta y quinta. Uno a cuatro. Descanso.
Se reanuda el juego. ‘A’ empieza. Rompe el grupo. Rompe al público. Rompe el tapete. Ciento cuarenta y siete. El taco de ‘B’ es un bisturí. El de ‘A’, un mandoble. ‘B’ disecciona bolas de colores. ‘A’ las empotra hasta que se vuelven rojas. La gente está encantada. ‘A’ es joven, guapo y con talento. ‘B’ no es tan joven, ni tan guapo, ni con tanto talento. ‘A’ encadena tres mesas. Su juego es eléctrico. Es un bailarín armado con taco y tiza. ‘B’ espera el error. El error encuentra a ‘B’. No consigue embocar bola. Su juego pausado se vuelve precipitado. Público que ríe. ‘A’ que danza. ‘B’ que suda, que tambalea, que pierde. Mesa tras mesa se convierte en espectador de una partida que se le escapa.
‘A’ está a un frame de llevarse la final. Pero es el turno de ‘B’. ‘Sujeto B’ respira. Bebe agua. En su mirada hay más hielo que en el vaso. Aplica tiza al taco. Con pausa. Ya no tambalea. Ni suda. Ni espera. ‘B’ se inclina con cuidado sobre la mesa y, con golpe magistral, revienta la nuca de ‘Sujeto A’, que emboca sus dientes contra tronera central izquierda. El señor con guantes indica situación de snookered. El público del salón central estalla en aplausos.
‘Sujeto B’ se lleva la partida.
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