La prosa que nunca debió redactarse

La prosa que nunca debió redactarse

Un repique lejano reta al doble acristalamiento del ventanal. Impacta directo en el caracol de mi oído izquierdo. Las siete y cuarenta y cinco. Llevo cincuenta minutos observando el fulgor níveo del folio digital. El cursor trata de comunicarse conmigo en código morse. Y yo que solo domino el castellano, sigo firme en el mutismo dactilar. Mis dedos, desmañados, no atinan a plasmar lo que les dicta el torrente misceláneo que anega mi cerebro. El blanco nuclear me devuelve a la catatonia.

Y tras nueve tañidos más y ochenta minutos de pasmo; una sola idea inteligible escapa, naufraga, del ahogamiento: La inspiración solo puede ser forzada por las fosas nasales.

Recuerdo que antes solía llegar sola y repentina, como el crujido intestinal que preludia el fecal advenimiento. Precisa y diligente emergía entre las brumas de mis días grises. ¿Y es que acaso he dejado de tener una existencia sombría? Si en algo soy diestra es en engendrar miserias. Y si, cierto es que en los últimos ciento veinte minutos de mi existir no he alcanzado el cenit del desánimo; pero esta relación calidad – tiempo empieza a no serme rentable. Ciento noventa y cuatro palabras en dos horas no es precisamente un logro literario. He aquí la voz del pesimismo crónico.

Que sencillo es frustrarse cuando una va siempre persiguiendo la excelencia. Quiero sublimar esta blancura hipnótica con brunas letras. Y que la hoja brille más por mi ingenio que por su albura. Pero el fracaso no es sino el sino del perfeccionista…

La informalidad de las musas empieza a encolerizarme. ¡Endiablada la impaciencia con la que fui maldita! He de filosofar y solo divago. No obstante hay muchos que apelando al verbo inconexo, se dicen pensadores. Pero la comparación es la antesala de la envidia, pecado mortal contenido en la perenne lista de mis dones. ¡Ay, la incongruencia de vivir entre la humildad autodestructiva y el narcisismo apocado! Que lo mismo me fustigo, que compadezco la naturaleza que me define.

Y ese numen que no llega. Y yo que abochornada dejo de cronometrar la hazaña. Es más reconfortante la blasfemia que el recuento de caracteres. Descalabro el foco extinto de la iluminación infusa por no descalabrar mi propia crisma.

Por fin desisto en la tarea de reprobarme. Dicen del conductismo, que resulta más eficaz a través del estímulo positivo. Y aunque yo de positividad no albergue ni rastro, nos indulto a mí y a esas condenadas musas. ¡Amnistía universal! Complicada faena es educarse a uno mismo; más incluso que escribir un relato filosófico huérfana de inspiración.

Libre de culpa pero presa de la derrota, tuerzo la vista hacia la esquina superior derecha de la pantalla. Hay una equis señalando el destino de estas vanas letras. Imagino a un lector compasivo, trazando esa marca para eutanasiar nuestras angustias. Echo un último vistazo nostálgico a mis garabatos; ya no es un reluciente blancor el que me emboba, pero aquí permanezco inamovible. Más vale una retirada a tiempo que una batalla perdida; ya es tarde incluso para acogerse al refranero…

Acompaño al patíbulo a cada grafema de este texto condenado a muerte. Le debo un último acto de misericordia. Al fin y al cabo, fui yo quién lo gestó, lo volvió legible y quién ahora lo aboca al olvido. Y mientras mi índice ejecutor desliza vacilante el cursor hacia la equis, brotan del cadalso, rotundas, sus últimas reflexiones : ¿Quién sino uno mismo es dueño de sus propias moralejas?, ¿no eres acaso tú la que a fuerza de creerlo vuelves reales tus distopías?, ¿y qué demonios es filosofar sino una reflexión concienzuda del yo?, no se puede pretender la comprensión de lo ajeno sin un ejercicio introspectivo. Y sinceramente, llevar al enemigo en las entrañas, es un célebre ejercicio de estupidez. Y ahora, no te apiades de mí sino de ti misma; y mientras aprendes que el reparto de afecto también empieza desde dentro, encomienda a otros la tarea de enjuiciarme.

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