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Ahora que estoy muerto poco importa que siga pensando en el maldito libro. Desde que empecé a currar en el tanatorio y leer a Sartre, me preguntaba muy a menudo por el sentido de la existencia. No es un chiste fácil. Verán: mi madre, concejala del municipio, me consiguió ese trabajo por mi poca afición a las letras. El niño no quiere estudiar, pero se dará cuenta de lo corta que es la vida para no aprovecharla, le dijo a mi padre, que la escuchaba como suele escuchar los días de partido, con una cerveza en la mano y su única compañera de la semana, la nueva 4K pantalla curva, con sonido envolvente, que le hace gritar a veces, coño, si parece que estoy en el campo, mira, mira, qué decías del niño, ah, bueno, yo a su edad era igual, no pasa nada, mujer, lo que necesita es…

Bueno, no se imaginan ustedes lo que yo necesitaba, según mi padre.

Pese a los esfuerzos de mi madre – todas las noches me encontraba con algún libro en la mesilla de mi cuarto-, nunca hasta ahora me desperté convertido en un mostruoso insecto ni salí a la calle para derribar molinos ni para buscar tesoros ni cazar ballenas lechosas. Supongo que lo mío ha sido la acción. Entonces pensaba que el futuro era como uno de esos libros que no leo. Me imaginaba en unos años, instalado en esa vida llena de días iguales pero sin color, y me entraba una pereza de elefante encerrado, ya saben. Yo lo que he querido ser siempre es cazador y no presa, ser como un leopardo, un felino de documental y llevarme a todas las gacelas por delante.

Mi madre llevaba una cosa relacionada con la cultura, los festivales de música clásica o así y otros eventos que se me escapan, porque nunca pongo atención más allá de la play, Marta Serrano – tremenda en sus dieciséis años- y este libro que no entiendo, que una tarde de poco curro en el tanatorio encontré olvidado en la mesa de una de las salas. Le pregunté a la chica si era suyo. No, lo suyo, el muerto, era un pariente lejano, me diría luego, y me estuvo observando detenidamente, como analizándome. Recuerdo que negó con el dedo y, sin venir a cuento, me soltó una parrafada sobre el autor, un tío feo y bajito, francés, filósofo, que seguramente me sonaba. Pues claro, Sartre, el filósofo, le contesté, en clase se habla mucho de él este trimestre, aunque yo soy más de ciencias. Sonrió. El caso es que siempre me gustaron las chicas que parecen intelectuales, detrás de sus gafas grandes y su aire despistado. No sé cómo pero nos dimos el móvil y, desde entonces, en los ratos libres del curro empecé a copiar en una libretita palabras y frases como fenomenología, el ser y el estar, el infierno son los otros, en fin, algo que compartir con Marta, que venía verme algunas tardes y me acompañaba muy seria en mis ocupaciones. Porque esto de los muertos tiene su secreto: andar como en susurro, mostrarse como si fuera uno primo hermano del presente, apenas sonreir, inclinar levemente la cabeza, sin el aspaviento de un japonés, claro, pero un poco oriental sí es esto del último adiós. Desde entonces, pensaba mucho, y leía el puto libro, para gustar a Marta, aunque ella se reía a carcajadas cuando le soltaba alguna frase aprendida. En fin, que siempre estaba dándole a eso de la existencia, incluso cuando empujaba el carrito al crematorio, y entregaba la urna consanguínea, que hasta me aprendí los grados y todo eso, por si luego conseguía el curro de las pólizas. Ponte, pila, decía mi madre, el negocio de los muertos es el más seguro, y tú tienes presencia, si pareces un Robert Mitchum con ese traje, hijito, ay, qué buen alcalde si me dejaras hacer.

Entonces pensaba que mientras llegara ese terrible momento – el de ser presa de oficina, como mi padre- debía entretener las horas entre Sartre y los ojos claros de Marta, aunque no entiendo por qué de repente parecen haber subido el volumen de los llantos y me siento como transportado, y todo después de ese momento, de cruzar la calle con el libro en la mano y de no recordar nada más. Pero tengo que retener esta última frase para presumir ante Marta: Todo ha sido descubierto, excepto cómo vivir.

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