La miro a los ojos. Es bella. En verdad, es muy guapa. Intento no hacer comparaciones pero hay un demonio dentro que las hace –es más guapa- y siento una punzada de dolor que me atraviesa de un lado a otro. Es un dolor físico: me dobla, me hace perder la respiración y tardo unos segundos en recuperarme. Quiero besarla y sé que ella también tiene el mismo deseo.

Cuando conocí a María no tenía nombre. Ni cara. Fue hace un año. Fue una tarde de primavera, de esas de atardeceres alargados y frío por las noches. Lo recuerdo perfectamente. No la vi, pero la conocí.

¿Por qué empezamos a vernos? Pues no lo sé. Todavía no entiendo las razones para que hayamos llegado tan lejos. Dios los cría y ellos se juntan, me digo para mis adentros y me hace gracia esa idea. Podría decírsela, pero entre nosotros habla más el silencio que las palabras. Si le dijese algo así parecería dispuesto a olvidar todo lo demás, a permitirme un perdón que no merezco.

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La segunda vez que nos encontramos fue en el hospital y vi su rostro. Me pareció reconocerla pero no estaba seguro. Yo permanecía en un estado casi vegetativo gracias a los tranquilizantes que me blanqueaban la conciencia. Sin ellos me hubiese lanzado por la primera ventana.

-¿Cómo estás? –me preguntó nerviosa.

No respondí. ¿Quién era aquella mujer? ¿Qué quería? Cerré los ojos y recordé que todo era negro. Quizás, pensé, sólo había sido mala suerte. Pero no sabía aferrarme a ese salvoconducto. Es más, todavía no lo he conseguido.

Una enfermera se la llevó del brazo. “Maria, es mejor que le dejes descansar. Y no estaría mal que tú también descansases un poco que buena falta te hace”. Esa fue la primera vez que escuché su nombre y, con un chispazo de lucidez, deduje que debía ser una paciente como yo. Luego volví al duermevela en el que pasaba las horas: medio despierto; medio dormido; siempre drogado.

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-¿Estás mejor?

Habían pasado veinte días y sí, mi cuerpo parecía recuperarse de manera autónoma, pero me perseguían los fantasmas de aquel episodio. Era María. Otra vez. La miré mejor en aquel tercer encuentro. Tenía la tez blanca, como si llevase mucho tiempo sin ver la luz del sol. Y no sonreía. Casi parecía una boca incapaz de imitar ese gesto.

-Creo que sí –le hablé. Ya no estaba acostumbrado a mi voz y la note diferente, más sólida, después de escucharla sólo en mi cabeza.

Luego me miró con lágrimas en los ojos. ¿Quién era esa mujer? Llevaba el pelo recogido en una coleta y vestía con una blusa de lana de color naranja. Me pareció poco apropiado para un hospital; y menos para visitar a viudo; y menos para visitar a un asesino.

-Lo siento –me balbuceó.

Yo le miré sorprendido. Me fijé en su cara y pude adivinar varios cortes. No eran muy grandes pero se notaba el color claro de la piel recién nacida. Entonces, la mujer dio un par de pasos para atrás y casi se cae al suelo.

-¿Qué te pasa? – le pregunté y, por primera vez desde aquel fatídico incidente, recuperé el interés en algo real.

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Pero tardo mucho tiempo en decirme la verdad. Podía descubrir su pena en cada una de sus frases o en cada paso que arrastraba por las baldosas. Venía hasta mi cama en el hospital y hablábamos. Primero, una vez a la semana; luego, un par de días; para cuando había pasado un trimestre en aquel lugar y me habían operado por cuarta vez, María me visitaba cada mañana. Me visitaba su pena y su miedo; yo le mostraba mi negrura y mi duelo. Así de simple.

-Tengo que decirte algo –me dijo unos días antes de que me diesen el alta con la voz tomada. Después, volvió a llorar como en las primeras ocasiones.

Le miré sorprendido. No conocía de nada a aquella mujer con la que pasaba el tiempo pero sentía una afinidad imposible de entender. ¿Cómo dos hermanos de guerra que ya no necesitan hablar? Puede ser. Cuando se tranquilizó, me contó que ella también era una asesina.

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Le quito un mechón de pelo de la frente. Es muy guapa –y esta vez no dejo que hable mi demonio- y sólo con ella siento algo de vida. Entonces, me acuerdo de aquella tarde. Fue culpa mía. Yo le dije que sí, que podía salir si aceleraba un poco, que no venía nadie por mi lado, que podía cruzar, que no se preocupase pero, de repente, todo se fue a negro.

La negrura no fue solo los minutos de inconsciencia dentro de aquel coche convertido en hierro y plástico deformado, sino que se instauró en mi interior con una fuerza difícil de describir. En los cuentos, hablan de una semilla que va creciendo, que germina dentro y que, poco a poco, te va enraizando todo el alma. A mí no: a mí me estalló como una bomba nuclear: devastó mi espíritu y lo mantuvo sometido.

Mi mujer murió aquella tarde. El sol dificultaba mucho la salida de aquel cruce. Lo hacía de tal manera que, mientras ella miraba para un lado, yo le avisaba si venían coches desde el otro. Pero no lo hice; o mejor, no puse tanto interés como en la pantalla de mi móvil. Le dije que sí, que podía salir. ¿Pero realmente miré si venía alguien? No tengo ni idea. No lo recuerdo. Sólo un golpe, un cañonazo que me hizo doblarme por la mitad y que convirtió el coche en un amasijo de sangre y dientes de mi mujer que, cuando abrí los ojos, estaba muerta. Muerta y desfigurada; muerta y yo vivo y miserable.

-No puedo hacerlo –me dice triste y decidida.

Yo abandono el recuerdo del accidente para observar sus palabras. No la vi ese primer día.

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