La dama de negro, con su habitual desenfreno se presenta a Fernando que, en ese momento bajaba con los exámenes médicos recién entregados y evaluados, aunque sin conocer, él mismo, sus resultados. Recién Rozaba los treinta años y ya era bastante conocido en el rubro de la poesía y otras ciencias; un premio nacional atestiguaba lo dicho con antelación, logrado, y esto lo hacía todavía más significativo, con el primer trabajo que enviaba. Se llamaba “Los Desórdenes”, según recuerdo.
La dama de negro, frente a él, le dice: ¡hola Fernando! Fernando la mira, como tratando de reconocer en ella a alguien conocido, y le responde: Hola. Ya no te acuerdas de mí. No, me parece que no sé quién es usted. O por lo menos no la recuerdo. Piensa, recuerda bien. Muchas veces has hablado de mí. He sido, muchas veces la privilegiada de tus letras, sobre todo de tu poesía. Disculpe, pero no pienso que se equivoca, la recordaría. Y le pido que me disculpe, ahora estoy ocupado con exámenes y me encuentro muy ocupado. No te preocupes, le dijo la dama, de hoy en adelante presiento que estaremos más en contacto de lo que imaginas. Solo venía a saludarte. Bueno, adiós entonces, dijo Fernando. No, hasta pronto, replicó la dama que ya se desvanecía por lo corredores del edificio, casi sin dejar huella, como si nunca se hubiese presentado, casi como un sueño, o una pesadilla. En la vida pasan este tipo de cosas extrañas, una persona que parece que ya antes la habías visto, una confusión de nombres y rostros que parecen salidos de una película de la dimensión desconocida. La vida también parece estar hecha de estas sinuosas experiencias. Fernando no le dio más importancia, tenía cosas más importantes que pensar: la publicación de su libro de poesías, del cual no le gustaba la horrible y despreocupada portada que le habían confeccionado; llevar los exámenes a su médico de cabecera para que se los interpretara; y ese dolor en la pierna que le acompañaba más de lo que él quisiera, y por el cual se había realizado dichos exámenes médicos.
Recuerdo que apenas los vimos, unos minutos después, me contó lo sucedido. Luego de especular diversas teorías acerca de quién podría ser esta dama sombría que se había acercado a saludar con tanta certeza de conocerlo, acordamos que todo debía ser un error. Fernando era un nombre bastante común, se podía leer, además, su nombre en el sobre que contenía los exámenes. Incluso bromeamos que podría ser una manera novedosa de embaucar a personas con fines poco claros, cuando no desdeñosos de la integridad de otras personas. Luego nos fuimos a nuestro quehaceres, todavía era temprano, cerca de las diez de la mañana. Había todo un largo día por recorrer. Era verano además, y ya se sabe que en esa estación los días son más largos. Nos separamos y cada uno se fue a lo suyo. Como siempre, quedamos para la tarde, luego del trabajo, en el lugar de siempre, y disfrutar de la conversación acerca de lo humano y lo divino que nos tenía con un entusiasmo juvenil elaborando teorías al respecto. Fernando gozaba de esos coloquios, luego las volvía poesía, con esa virtud que una divinidad había puesto en sus manos y su corazón.
Recuerdo que nos juntamos en el café habitual. Venía agitado. Le pregunté por los exámenes médicos. Me dijo que todavía no los llevaba a su médico. Le insistí que lo hiciera, para que remediara ese dolor insistente en su pierna. Me dijo que si, que lo haría al otro día, pero que, en realidad, estaba un tanto asustado o angustiado, no recuerdo bien que palabra usó, porque la misteriosa y oscura dama, se le había cruzado unas tres o cuatro veces desde la mañana, y que lo miraba y le sonreía, que a veces parecía querer tocarlo a acercase tanto a él que ya lo incomodaba la situación. Que parecía una locura lo que me decía, pero que era así, que recién la vio antes de entrar a juntarse conmigo en el café acostumbrado. Le dije que, de inmediato, saliéramos a dar con ella a la calle y llamáramos su atención preguntándole quién era y qué quería. Así lo hicimos. Caminamos decididos por la galería que iba del café a la calle. Llegamos a ella rápidamente, pero al llegar un mar de personas, de un lado hacía otro, se confundía por las calles de la ciudad. la dama lúgubre no se percibía. Rememoro la escena y nos veo caminar juntos hasta la esquina. Luego acordamos que cada uno iría en dirección opuesta para aumentar las probabilidades de éxito. En diez minutos volveríamos al café. Así lo hicimos, ni él ni yo la vimos entre el tumulto. Yo, debo agregar, nunca la vi en primera persona, solo a través del relato de Fernando que, con sus habilidades descriptivas, la había detallado con tal prolijidad que me había hecho una prístina imagen de ella.
Al otro día, ya nada de lo anterior contaba para nada. Fernando había asistido en la mañana a su médico por los exámenes del indeseable dolor en su pierna, a la altura del cuádriceps, en la parte superior, pero por detrás de la pierna. El medico le informó lo último que uno desearía escuchar. Que tenía un tumor muy agresivo, en fase tres…, y una larga lista de detalles horribles y mortales, que no es necesario precisar en beneficio del recuerdo que quienes le conocimos y le amamos. Todavía le amamos. Un año después, me encontraba en Madrid, por estudios. Fernando en Concepción. Me llamó, para despedirse dijo. Cuando iba a yo a decirle las palabras vacías de siempre, me dijo: ¡escucha!, ¡escucha! ¿Te acuerdas de la mujer de negro? ¿La dama de negro? ¡Siiiií!, ¡Ya sé quién es! Te envíe una carta de despedida con una foto de ella. Espero te llegue sin problemas. Nos vemos pronto. Te amo. Yo a ti.
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