El día que Arturo juró bandera nunca pensó que iría a la guerra. Fue un día de fiesta, de juerga.Algo bueno tienen las obligaciones. El llevar los tres colores a tu boca, a tu pecho y a tu tumba si fuera menester. “Si, prometo” había contestado. A Dios le expulsaron de este acto, ni manda ni premia, por si fuera menester.
Tampoco Dios vino esa noche. Eran las tres de la mañana en el Collado Marichiva, a 1.749 metros de altitud, un dieciocho de enero, con un metro de nieve desde los pies hasta las rodillas. El año, 1937. Arturo era cabo y Andrés el soldado que estaba de guardia con él. Fernando, al que llamaban “el Justiciero”, el soldado al que habían dado orden de asesinar. Su padre era abogado en Madrid. Su hijo sospechoso de traición.
Arturo había recibido la orden por la tarde. Solo lo sabía él y sus mandos. Si no la cumplía le acusarían de traición y correría la misma suerte. Si no la cumplía y el Justiciero se pasaba a las filas nacionales daría la información necesaria para acabar con su compañía. Si la cumplía tendría que mirar a los ojos a Fernando, casi un niño y compañero cuando jugaban a la lotería desde que subieron a Cotos.
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Día de Navidad de 1943.
Querida Beatriz:
Hoy hemos escuchado misa en el patio. Se agradecía el sol de media mañana, que aunque reconfortaba nuestros huesos ateridos, no conseguía calentar nuestros corazones. Nunca me costó más arrodillarme, escuchar que éramos pecadores. Luego sacaron la figura del niño Jesús y nos pusieron en fila para besarlo. Un preso se rebeló. Dijo que no iba a besar a ese muñeco. Los demás le seguimos y el cura empezó a golpearnos con el muñeco hasta que se desmembró. Otro pecado más para limpiar en nuestra pena de muerte. Por cumplir con el que era nuestro deber nos matan. En mi caso por no querer matar me van a quitar la vida. ¿Quién es el asesino? ¿Quién va a cargar con el pecado?
Te ruego no te atormentes con mis pensamientos. Te los dejo para que nunca te callen los que matan con la palabra. Para que lleves la cabeza bien alta.
Te quiere, Arturo.
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Arturo comunicó la orden a Andrés. Había que simular una descubierta para asesinar al Justiciero.
Arturo entró en el chozo y llamó a Fernando. Le dijo que le tocaba el relevo con Andrés del observatorio que estaba a unos quinientos metros. El frío no consiente el sueño profundo, así que el justiciero no tardó en salir. Se pusieron los esquís y Arturo pidió a Fernando que abriera la comitiva.
A los doscientos metros Andrés sacó la pistola y la dirigió a su nuca. Arturo no pensó, le dio un empujón y el tiro erró su destino. El Justiciero se dio cuenta de todo y salió corriendo. Andrés le disparó y le dio por la espalda. Arturo se quedó inmóvil mientras Andrés giraba su arma hacía él. Arturo corrió sin mirar atrás.
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Querido Arturo,
No sé qué hubiera pasado si no hubieras desertado. Igual no hubiera cambiado nada ¡la guerra ya estaba perdida! Dices que no podías cargar con una muerte injusta. ¿Pero de quien es la culpa?, ¿de quién dispara o del que da la orden? ¿Del que protege su vida causando la muerte a otro o del héroe que sacrifica a su familia?
Yo no tengo la respuesta, creo que hay tantas como almas en la Tierra. Y las almas rendirán cuentas cuando llamen a las puertas del cielo. A mí también me duele el arrodillarme, pero ya no noto la dureza del suelo. Tengo las rodillas insensibles. Rezo por un milagro que te traiga a casa.
Siempre tuya, Beatriz.
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Una placa conmemora al Batallón Alpino en la Sierra de Guadarrama
Hoy varios de los hijos y nietos del Batallón Alpino han dejado una placa en el Collado Marichiva donde este grupo de élite del ejército republicano tuvo una de sus posiciones más destacadas y donde libró sus más duras batallas. Hoy han recordado como las balas no pueden vencer a las palabras, ni entonces ni ahora. Se ha elogiado a estos héroes desconocidos que perdieron la vida en estas cumbres. La nieta de uno de ellos, el cabo Arturo López de la quinta compañía contó el caso de los soldados que se negaron a matar y tuvieron que desertar, siendo repudiados por ambos bandos. Hoy conocemos sus historias gracias a su investigación. Sara López concluyó el acto con una pregunta ante unos asistentes emocionados: Si la guerra tiene sus reglas, el Estado sus leyes y la religión sus mandamientos,
¿Quién tiene la justicia?
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