La amistad entre los cinco guerreros empezó a gestarse al amparo de la ilusión de un nuevo comienzo. De distinta procedencia y carácter, habían sido elegidos tras duras pruebas para liderar las diferentes formaciones que protegerían el territorio frente a las amenazas que pudieran surgir.

Era habitual verles al final de cada jornada en la taberna, rodeados por un nutrido grupo de soldados atraídos por su amistosa camaradería. Las conversaciones se alargaban siempre más allá de la media noche, espoleadas por el ánimo festivo y el agudo sentido del humor de la guerrera nº 11, que trataba de hacer partícipes a todos los presentes.

Se decía que entre ésta y el guerrero nº 17 había surgido algo más que una amistad, pero ninguno de ellos lo había confirmado. Lo que saltaba a la vista era el afecto casi paternal que a aquélla le profesaba el guerrero nº 7, admirado y temido por todos y, en particular, por el guerrero nº 6, quien no dejaba escapar ninguna oportunidad para consultarle sus dudas y ganarse su favor. Manteniéndose a una cierta distancia, pero siempre amable, el guerrero nº 23 destacaba por el rigor y la austeridad de su vida personal.

Concluida la fase preparatoria, las tropas fueron destinadas a distintos enclaves y el grupo de guerreros tuvo que separarse con la promesa de mantener una frecuente correspondencia no solo para informar de los peligros de las respectivas zonas, sino también para mantener esa amistad forjada en tiempos de paz.

Al guerrero nº 7 le fue adjudicada una plaza de notoria importancia en la que se instaló con su familia; mientras los cuatro guerreros restantes se encargaron de la defensa de los puestos fronterizos, a sabiendas de que el eventual fracaso en alguno de ellos podría ser sofocado por las tropas localizadas en diferentes zonas del interior del territorio, sin llegar a amenazar seriamente la capital del Reino.

Pronto los cuatro guerreros se vieron acosados por las tropas enemigas. El ataque, en un primer momento, se ejercía con igual intensidad en cada uno de sus puestos. Sin embargo, en cuanto el enemigo se percató de la debilidad geográfica del enclave sometido al control de la guerrera nº 11, sus esfuerzos se centraron en penetrar por ésta.

Ella sabía que no podrían resistir mucho tiempo si no sumaba efectivos a sus tropas, así que solicitó la ayuda de sus compañeros, cuyos puestos fronterizos, tras el embate inicial, no se encontraban amenazados. La respuesta, sin embargo, se hacía esperar más de lo acostumbrado y sus víveres y armas empezaban a escasear.

En cuanto el guerrero nº 7 tuvo conocimiento de las noticias provenientes de la frontera norte, formó un grupo con sus mejores soldados y desoyendo las súplicas de su esposa y los consejos de sus asesores, convencidos de que se hallaban en una zona ajena al peligro, acudió en ayuda de la guerrera nº 11.

Ella no le esperaba, pues sabía que tenía órdenes de no alejarse de su emplazamiento, de modo que al verle sintió como un rayo de luz se abría paso en la oscuridad que el pesimismo había hecho crecer en su interior ante la ausencia de noticias de sus otros tres compañeros.

En efecto, las tropas al mando de estos últimos no llegaron nunca a sumarse a la defensa, aliviados como estaban por la relativa lejanía del peligro que se cernía sobre el enclave de la guerrera nº 11. Ni siquiera tras el desinteresado acto del guerrero nº 7 se decidieron a intervenir, alienándose con aquellos que pensaban que era un acto irresponsable e irreflexivo.

Cuando los guerreros nº 7 y 11 fueron conscientes de esta desoladora realidad ya era demasiado tarde para cambiar de estrategia, así que hicieron lo único que podían hacer: luchar hasta la muerte.

A ella le dolió más ver la caída en el campo de batalla del cuerpo sin vida de su amigo, el mejor, el único; que el frío acero que le atravesó el corazón. Pensó en su viuda y en su hija, llorando la ausencia de un padre derrotado en una lucha que no era la suya. Pensó en la cobardía del resto de sus compañeros, cuya falta de apoyo les abocó a la derrota. Pensó en la insignificancia de los momentos que había vivido junto a ellos. Pensó en la inmensa generosidad de aquél y en la mediocridad de éstos.
Murió en un charco de sangre repleto de sentimientos contradictorios con los ojos abiertos, mirando sin ver el cielo de un nuevo día que seguiría sin ellos.

Los meses siguientes los pasaron los guerreros nº 6, 17 y 23 balbuceando justificaciones a su falta de acción, decididos a repetirlas tantas veces como fuera necesario para que ellos mismos terminaran por creerlas. Sin embargo, jamás convencieron a los soldados que les habían acompañado aquellas noches en la taberna, tras las agotadoras jornadas de preparación.

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