Dresde. Mil novecientos noventa y ocho. Eran las siete de la tarde. Una fina lluvia calaba los huesos de Celia que, estuche al hombro, abandonaba súbitamente el monumental conservatorio de la ciudad del este alemán. Su destino era un pequeño bar de la Wigardstraße, junto al margen izquierdo del Elba. Al fondo del menudo local esperaba Markus. Mirada perdida hacia la nada, café irlandés en la mesa y un viejo cuaderno de notas con apuntes de clientes a los que con la edad empezaban a producirle alguna que otra indigestión.

Celia y Markus eran viejos amigos. Se conocieron en la Carl Maria von Weber, la misma escuela de música donde hoy día Celia agota sus últimos días como profesora de clarinete. Markus hizo lo que pudo con el trombón, pero desde bien pronto se dio cuenta de que no era lo suyo. La abogacía era más aburrida, pero era una mejor manera de ganarse la vida.

No era un encuentro casual. Markus estaba desesperado y le quedaban pocas fuerzas para salir de una situación cada vez más angustiosa y que le impedía conciliar el sueño. Había invertido en una serie de negocios que no tuvieron el resultado esperado. Malas decisiones, unos socios hipócritas o la conjunción de ambas habían condenado a un Markus cada vez más demacrado a la ruina.

Buscaba el consuelo en Celia. El mero hecho de ser escuchado era un subidón de endorfinas y cada encuentro con su amiga tenía el efecto parecido de un antitérmico en los días de gripe. No sanaba, pero durante unas horas su ánimo se sentía aliviado.

La lluvia que bañaba Dresde mojaba igual que en la antigua RDA, con la diferencia que la lluvia ahora era también una oportunidad de negocio. Paraguas, chubasqueros, botas. La lluvia ahora era dinero, con la salvedad de que no regaba por igual a todas las cabezas. Incluso muchas cabezas estaban declaradas desérticas. Ni un solo brote que trajera algo de luz lograba asomar.

Markus era más libre, pero a la vez más esclavo. Esclavo de un capital que le impedía avanzar. El dinero lo manejaba todo. Su cerebro también, por supuesto. Podía elegir entre miles de modelos de televisores, más grande, más pequeños, anchos o estrechos, negros o flamantemente rojos, caros, baratos. El McDonald´s de la esquina sustituía las carnes del carnicero de toda la vida y las entidades financieras campaban a sus anchas pudriéndolo todo. Trajes y maletines se multiplicaban como virus en el cuerpo de un hambriento con su ejército de glóbulos blancos diezmado.

Ya no era el mismo. Era difícil de comprender. No le iba a matar una terrible enfermedad. Tampoco un accidente de tráfico o un apuñalamiento traidor en una riña nocturna con el alcohol como mediador. Sería un nuevo actor que aparecía lacónico, intransigente e imperial. La preocupación económica enmascarada como estado de bienestar. Hipotecas, letras del préstamo, el colegio de los niños y un mal mes en la empresa destrozaban no solo la cartera familiar, sino las mentes de todos y cada uno.

Ya era mil novecientos noventa y nueve. Markus se postraba a las puertas de la sucursal bancaria de la calle de al lado. Firme, mirada alzada y musculatura tensa. Él mismo, cobardemente, se quitaría la vida, evitando así el deshonor de que un banco tuviera ese privilegio.

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