PUNTO FINAL

Miguel me acercó la hoja casi en blanco con una expresión de orgullo.

— ¿Qué es esto? — pregunté, sabiendo que el papel significaba más de lo que veía a simple vista.

— Es mi último cuento. Leí la afirmación de Wittgenstein de que los límites de mi mundo son los de mi lenguaje y quise sobrepasar esos límites.

— Pero esto es una hoja en blanco. No se puede escribir un cuento sin palabras.

— ¿Que no se puede? Pon esta hoja en tu mesa de luz del lado donde duermes esta noche y después me cuentas.

Le obedecí, mientras pensaba que Miguel se está volviendo cada vez más loco leyendo libros de filosofía para contradecir a los autores.

Sin embargo, esa noche, después que había cerrado los ojos sentí un susurro que me hizo abrirlos nuevamente. De la página vacía surgían extraños seres cuya forma no puede ser descrita por palabras. No dijeron nada y, sin embargo, comenzaron a formarse ideas en mi mente. No puedo decir qué ideas eran porque no pueden expresarse con términos lingüísticos.

En ese momento sentí que alguien hablaba a mis espaldas:

— Aunque no use los medios habituales, es decir, las palabras, eso es un lenguaje y, por lo tanto, establece una confirmación de mi postulado.

Desperté y comprendí lo que había visto. Traté de recordarlo para contárselo a Miguel. Él no se desalentó. Me desafió:

— Repite la rutina del relato esta noche y verás.

Lo hice y se produjo el mismo susurro.

Esta vez había un niño junto a mi cama que leía los Cantos de Maldoror a una plantita de trébol que se marchitaba a su lado en una maceta.

— ¿Qué haces? le pregunté.

— Destruyo el universo me respondió. El escritor Macedonio Fernández propuso que si un ser supuestamente inteligente como yo, torturaba un ser débil e indefenso como este trébol, el universo desaparecería. Aunque la planta no comprende el lenguaje, se pone muy triste y sufre cuando yo leo estas terribles frases del conde de Lautreamont. Ayer hice lo mismo con cuentos de Lovecraft. Siento que el universo se desvanece.

Miré hacia todos lados buscando al filósofo austríaco argumentando sobre la verdad de su proposición, pero no apareció.

Al otro día le dije a Miguel:

— Me gustó tu historia. Es muy original.

Miguel no pudo responderme porque desapareció. Sé que el muchacho es muy ladino, pero esta vez me sorprendió su truco: pude ver cómo lo iba dejando de percibir. Fue una experiencia inusitada.

Lo busqué por todos lados, pero no pude hallarlo: ni robando chocolates en el armario de Adela, ni tomando refrescos de la abuela sustraídos de su heladera, ni jugando en la plaza con sus amigos.

Después me di cuenta de que no había armario, ni heladera, ni plaza. Eso me dio sueño y quise acostarme en mi cama, pero tampoco estaba. Lo único que había era una hoja de papel con el cuento de Miguel, apoyada en una mesa de noche que no existía. La tomé y vi estas palabras que has estado leyendo hasta ahora: la ausencia de cosas permitió la presencia de las letras.

Comprendí que el universo se había extinguido. Seguramente no me crees, porque sientes que estás ahí, en alguna parte leyendo estas palabras.

Sin embargo, lo que sientes es porque yo lo escribí y porque alguien lo está leyendo. Ha sido arduo, pero he tenido que escribir todo lo que ha sucedido desde los orígenes hasta ahora y he tenido que describirlo con mucha exactitud en los detalles. Eso ha reconstruido el mundo y es por eso por lo que tú no lo has notado. Lo malo es que me he basado en mis creencias y, tal vez, muchas de ellas son erróneas.

Siempre creí que estudiar historia no servía para nada. Ahora lo lamento, pero ya es tarde. No recuerdo el color de ojos de Josefina y quizás Napoleón no se enamore de ella. ¿La historia de Europa podrá ser la misma sin este amor?

Tampoco recuerdo el matiz del cabello de María Antonieta cuando la llevaron a la guillotina, ni tengo claro cuál fue el último alimento que ingirió Isabel primera de Castilla antes de decidirse a enviar a Colón. Solo tengo un nítido recuerdo de criados, artesanos y obreros: no olvido la mirada de la muchacha que cocinó para la Católica. ¿Esto resultará en un universo más plebeyo?

En realidad, eso no es lo importante. Es irónico que la crisis se haya resuelto de esta manera: si no hay sociedad que la padezca, no hay crisis. Pero tampoco hay quienes se afecten por ello, Nada tiene trascendencia, porque no hay donde trascender, ni quien pueda desearlo. Me preocupa lo que ocurrirá cuando ya no me queden fuerzas para escribir. ¿Podrá mantenerse por sí mismo este mundo que mis frases han creado?

Ahora me doy cuenta de que no.

He soñado a un lector que sonríe cuando está leyendo este texto. Seguramente está seguro, como Descartes, de que existe porque piensa que soy un “genio maligno” que trata de engañarlo. Lo que él no sabe es que he mirado entre dos números reales cualesquiera y he visto los huecos: no hay infinitos, como dicen los matemáticos.

Esa es la señal: el lector tiene que saber que ni el narrador, ni Miguel, ni ninguna cosa que ha imaginado por efecto del lenguaje, existen. También tiene que darse cuenta de que hay otro autor de cuentos de otro nivel que está escribiendo que alguien teclea en una máquina para que luego él crea leer lo que la falsa tinta le quiere hacer ver.

El problema no es que sea falsa sino que quiera, que tenga un propósito.. Pero nadie puede creer que un poco de tinta tenga voluntad y, sin voluntad, no hay universo. Es lo que establece la teoría del big bang y la ciencia desde Newton en adelante. No hay voluntad, ni conciencia: no hay mundo.

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