Todo queda entre lectores

Todo queda entre lectores

Una vez facturada la maleta, aún tenía casi dos horas hasta que su avión despegara, así que fue al baño y nada más entrar lo vio: un libro.

Reposaba sobre la encimera del lavabo. Lo miró de reojo mientras se frotaba con jabón, cerró el grifo sin dejar de mirarlo y antes de terminar de secarse las manos ya lo tenía decidido.

Lo cogió sin mirar alrededor para no parecer sospechosa. La naturalidad hace que casi cualquier acción resulte creíble, aunque por dentro los nervios hagan de las suyas. Dentro del bolso notaba el peso del libro, lo apretó contra la axila y con paso firme salió del baño.

En la pantalla de información de vuelos comprobó que se había confundido de terminal. Taconeó por largos pasillos, suelos deslizantes y escaleras mecánicas. Al llegar a la puerta de embarque buscó un asiento. Dudó si sacar o no el libro, pero al estar en otra terminal no había peligro de ser descubierta. En la portada un niño paseaba debajo de un frondoso árbol. Volvió a leer el título: “Las pequeñas memorias” de José Saramago. Le gustó la humildad del título y reconoció su acción como “pequeña apropiación de la propiedad ajena”, que pronto le pareció más bien un acto de caridad hacia aquel libro huérfano. Lo giró para leer la contraportada y aún le pareció que le estaba esperando.

El libro estaba marcado con la parte del interior de la portada. Hubiera preferido que su expropietaria (tenía que ser una mujer si se lo había dejado en el servicio de señoras) hubiera utilizado un marcapáginas, porque el libro había quedado algo deformado, aunque lo cierto es que tampoco parecía nuevo. Su lectora se había detenido antes de la mitad. Retiró la marca y lo cerró, en un intento de borrar la huella de su predecesora.

Pero al comenzar a leerlo comprobó que estaba subrayado a lápiz y mientras avanzaba en sus páginas, por lo destacado dedujo que su anterior dueña estaría aproximándose a una edad madura (ya que había resaltado varias ideas relacionadas con el respeto a los mayores) y que probablemente se dedicaba a la enseñanza. Esto último lo intuyó al ver una anotación al margen en perfecta caligrafía; “el sismógrafo del alma”, en aquella página que había quedado marcada.

Durante el vuelo no pudo parar de leer, ni siquiera cuando la voz del piloto anunció turbulencias. El avión aterrizó justo a tiempo de terminar la última página. Lo cerró y al acariciar el lomo del libro comprobó aquella separación entre las hojas, aquel vicio como de horma de zapato viejo.

Nada más salir del avión buscó un baño. Miró el libro por última vez. Un escalofrío acompañó la despedida. Se alejó del aeropuerto con paso ligero.

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