Dijo Marco Aurelio, ensimismado bajo los mosaicos que decoraban el techo de las dependencias en las que descansaba tras el enésimo encontronazo sexual con Faustina la menor: «la felicidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos.» Y segundos después se quedó dormido.

No podría haber estado más equivocado el brillante romano cuando pronunció esas palabras en voz alta porque, 1839 años después de su muerte, ha quedado sobradamente demostrado que la calidad de nuestros pensamientos, sus sinuosas formas repletas de incógnitas indescifrables, encrucijadas en las que ramas con la forma de antebrazos acabados en enhiestos dedos índices que apuntan hacia infinitos senderos por los que discurrir nos conducen —indefectiblemente y de manera manifiesta— hacia la desazón, el desánimo y (en definitiva) hacia la más absoluta infelicidad. Porque si ya de por sí resulta imposible lidiar con complejas operaciones vitales, —¿quién soy después de una rinoplastia o a dónde voy con una extensión de pene?—, ¿cómo es posible afrontar trivialidades como la de amar el prójimo como a ti mismo, excluir ideas vanas o sin sentido, distinguir el trigo de la paja, el bien del mal, el zumo natural del envasado 100% natural y sin aditivos, no dejarnos llevar por nuestras emociones y afrontar la muerte como consecuencia, principio y final de nuestra vida?¡Cómo!

¿Y a qué se refería con calidad? ¿Es que acaso en la antigua Grecia se aplicaba por defecto la certificación ISO 9000 a todos los libre pensadores de tal forma que eran capaces de determinar de manera exacta lo que convenía a cada varón que compartía lecho con un efebo menor de edad, a cada mujer adúltera harta de soportar los malos tratos de su marido, a cada confusa doncella al comprobar como cada noche aquellos señores en toga, tan sabios, tan locuaces y distinguidos, se olvidaban de los preceptos de rectitud para salir de las asambleas y sumergirse en los placeres dionisiacos del vino, el sexo anal sin protección y las uvas deshuesadas?

Marco Aurelio no eludía con excesiva persistencia los deberes que imponían las relaciones sociales pretextando estar abrumado por el trabajo, o eso aprendió de Alejandro el platónico, pero si hubiera vivido en tiempos del Brexit, el cambio climático (autoinducido por la propia madre Tierra o por los excesos del neocapitalismo), de Trump, su cabellera imposible y Santiago Abascal, su caballo y la patria que pisotean sus cascos, el nuevo disco de Melendi, el trap y el chandal como filosofía de vida entre los jóvenes de la periferia y el barrio de Salamanca (Tasmania), la mentira como única forma de verdad en los medios de comunicación y entre aquellos que supuestamente ostentan la responsabilidad de guiar el destino de los pueblos, de aquellos que consideran que Sánchez es un presidente ilegítimo que se ha apropiado del poder por la fuerza del Parlamento y gracias a un golpe de estado, de Pablo Casado negando ante las cámaras que el PP nunca negoció con ETA, y que la figura del relator es un invento socialista que rompe los principios más elementales de la democracia, entonces tendría que rendirse ante la evidencia y rectificar, introducir un nuevo pie de página en las «Meditaciones» y aceptar ante su editor que la felicidad de nuestras vidas depende de la pereza intelectual, de conseguir de manera activa, cada día al despertar y comprobar que nuestro corazón todavía late, que la ignorancia activa es la verdadera garante de nuestra satisfacción personal.

Porque no es nada fácil permanecer impasible ante el estatismo del pensamiento de manera consciente, utilizar toda la energía de la que disponemos para mantenernos parados, suspendidos en un limbo de ignorancia mental que nos permita conciliar el hecho de estar vivos de la yugular para abajo y muertos de la linea de crecimiento frontal del pelo para arriba, resistirnos a aprender, a exponernos a la posibilidad de que todo lo que nos rodea —con alguna excepción catódica tipo «First Dates»— da muchísimo miedo, tanto que lo mejor es utilizar los libros para decorar las paredes, enterrar los discos, prenderle fuego al Windsor, al Prado y al Louvre y bailar en torno a las hogueras al ritmo de Maluma. Porque ser idiota es una tarea titánica.

Alguien podría pensar que todo lo expuesto no es más que un recurso literario repleto de ironía y nada más lejos de la verdad. Creo y ratifico todas y cada una de las 726 palabras que llevo escritas hasta este momento por la sencilla razón de que yo conocí a Mariano Aurelio, alias el tonto del pueblo y oriundo de Bernuy de Porreros. Sus padres eran primos hermanos, le encantaba el fútbol y copular con las gallinas, y jamás se planteó salir de las fronteras del municipio delimitado por una construcción blanca durante el día e iluminada por un neón con la palabra CLUB por las noches. Ese hombre bajito, con olor a cabrita y un palillo adherido a su labio inferior poseía pensamientos de calidad y cuando fue enterrado, ¡todavía sonreía!

Ahora, y tras haber meditado sobre una cuestión ciertamente compleja, admirando la raja que recorre el techo de mi habitación, soy consciente de que los bondadosísimos dioses y la Fortuna están de mi lado: no distingo los verdaderos bienes de los verdaderos males y eso… eso es como las canciones tristes: me ponen contento.

No penséis, delegad la tarea en los superhéroes. Nosotros somos carne de estrellas, huesos disueltos en la ingravidez, simples mortales.

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