Avanzaba lentamente, intentando llegar al único lugar protegido que había en aquel frío e infinito lago de hielo. Con cada paso se aproximaba más a su objetivo, aunque la cercanía solo le devolvía la gélida y poco acogedora imagen del cristal exterior cubierto de escarcha. Entró, deslizándose suavemente, y miró alrededor buscando el mejor lugar para descansar. Se dejó caer sobre la pared, acurrucándose sobre sí mismo para huir del frío y cerró los ojos.
Necesitaba descansar. Descansar antes del final. Porque llegar al final, siempre es difícil.
Así que se dejó ir. Se dejó ir con el viento que rugía fuerte y aclaraba el cielo, iluminando el cristal con una guirnalda de estrellas ¡Qué bello era todo! Y mientras su esencia volaba hacia aquellas estrellas, fue envolviéndose en la misma vida que parecía abandonarle.
El gélido cristal reflejaba, impasible, el juego de colores que poco a poco disfrazaba sus últimos momentos, transformando el helado vidrio en un hermoso calidoscopio que bailaba con la luz. Y mientras lo observaba, se dio cuenta de que ya no había diferencia entre ambos. La contemplación se había transformado en creación.
Y ya no tuvo miedo. Miró por última vez su reflejo en el cristal, cerró los ojos y se abandonó.
Sorprendido por los destellos en la nieve, el niño se acercó a la botella que había dejado en el jardín la noche anterior. Observó con admiración, que el frío y transparente objeto había adquirido ahora, resplandecientes colores que se entrelazaban con la luz. Llegó justo a tiempo para ver como de dentro salía una sublime mariposa, tan bellamente pintada como la botella.
«¡Qué hermosa crisálida!», Pensó el niño.
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