Los amerindios no sabían lo que habían construido.

Descubrieron la roca maciza y tallaron. Y siguieron tallando hasta encontrar, en su interior, un yacimiento de esmeraldas. Y entonces todo se hizo verde.

El cielo verde recibía la lluvia que caía en reverso desde el suelo. Una sucesión perfecta de edificios acristalados se amontonó en el valle, mientras sus ventanas perforaron el horizonte como si un centenar de agujas bordasen estrellas sobre una cordillera de terciopelo.

Sobrevivió, en el núcleo, un barrio encendido de luces de neón, de estrechas calles de piedra trazadas al descuido. Un órgano vital plagado de boutiques de ladrillo rojo y aroma a madera, de tiendas de antigüedades, de vitrinas decoradas con vinilos y nostalgia. Resistió, también, a la furia del concreto, un cafetal rico y fecundo, lleno de granos terrosos que, al flotar, hacen las veces del rocío que impregna una tarde tropical.

Una gárgola de mirada verde divisaba todo desde el rascacielos más alto. Con un rostro sensible a los cambios de clima, a las lluvias ácidas y a los ciudadanos sublevados. Con una fealdad tierna, con la personalidad de quien se sabe feo, pero enternecedor y el humor tan negro como una gota de petróleo.

Divisaba un acantilado trepidante, con agua en el norte y un racimo de melocotones al sur. Florecía, llegando a la orilla, una hilera de frutos rojos y de plantas de caña de azúcar que la tribu solía recolectar para destilar vino y ron.

Observaba el mar y, más allá, al océano cuyas embarcaciones dan nombre al azul marino. Veía hasta el punto lejano en el que el agua deja de ser agua y se convierte en una tierra diferente. Y en ese preciso momento, los ojos de aquella estatua se encontraron con un faro, alto y un poco arrogante, que gritaba a los aviones para que no se estrellaran, y a las gárgolas, para que no pecaran de entrometidas.

El cacique distinguió, a partir de aquel día, dos lunas azules salir cada noche y dos soles pelearse por amanecer. Dos ojos pardos como el llano, del color de la hierba que nutre y alimenta, dos corrientes irisadas cambiando la marea con el batir de sus pestañas.

La tribu lo siguió. Miraron atrás, pero no vieron pasado. No había ayer ni hoy. Miraron el calendario y solo marcaba futuro.

Anais Morales González

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