Una marea de cajas que vienen y van, cargando ese coche minúsculo en el que Martín va a marcharse, a alejarse de mi mundo, tan unidos él y yo desde siempre, desde el principio, cuando trepó ensangrentado sobre mi vientre en un gran momento de éxtasis, hasta encontrar la parte más dulce de su madre, mi pecho, del que se amamantó durante años, como si nunca tuviera bastante de mí, necesitado de tocar mi cuerpo para anclarse a esta vida, a este pueblo frío de húmedas calles por las que resbalan tantas soledades, a este pueblo de gallinas sucias y barro congelado, en el que el crepitar de la leña en los hogares produce un espejismo de alivio comparable con la tibieza de las vísceras durante la matanza, calor con promesa de fiesta y vino, de placeres en forma de sangre encebollada y longaniza de tripa, placeres de los que hoy huye Martín, cortando ese cordón de carne al que ambos nos hemos aferrado, dejándome yerma, huera, desangrada en este vacío de invierno, entregada al escrutinio de las viejas que atisban victoriosas desde sus míseros visillos, almas en pena que anhelan convertirme en otro de los espíritus abandonados de este rincón olvidado del mundo.

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