El libro del manicomio

El libro del manicomio

Enterré a mi hermano en el loquero, residente eterno del lugar, con un libro que escribimos con los locos y las pastillas acumuladas que escondimos desde que regresó enfermo.

Mi hermano , hermoso loco con sed de pájaro, en uno de sus vuelos mojó sus alas y tiritó de frío por días. Cuando finalmente lo encontraron su vida se estaba yendo con el aire triste de sus pulmones permeables.

Tiempo atrás me había “ hecho la loca”, me intoxiqué con pastillas tantas veces que mamá aceptó con horror que me ingresaran también. Yo sólo quería estar con él. Hacia años que no estábamos juntos.

Cuando me ingresaron corrí a buscarlo, lo abracé y me miró con cara de hermano mayor, cómo hacía mil años nadie lo hacía y decidí quedarme. De vez en cuando hacía algún escándalo para mantener mi residencia en la casa de los locos.

Cuando todos se acostumbraron a verme y lograron entender que era la hermanita del gran Orlando, comenzaron a cuidarme contarme escucharme.

Orlando mi hermano era un loco admirado.Sus eternos delirios de fuga, su fuerza descomunal y la lucidez de su esquizofrenia lo mantenían a nivel de líder natural. Lo querían y respetaban.

Para mí fue fácil adaptarme a la casa de los locos, podía cruzar el patio y ver a mi hermano y sus amigos cada día. Cuando descubrieron que escribía, incluso llegaron a entender que había publicado Libros, se reunían en mi alrededor y no dejaban de contarme pedirme dictarme cosas de sus vidas. Mi mano intentaba registrar y escribí sin cesar por seis meses,

un caos de anécdotas inverosímiles que parecían pesadillas. El libro iba tomando forma, la forma cruel que puede tener adentro del manicomio.

Cuando mi hermano sin aviso previo desplegó su vuelo fugitivo, lloré en silencio y todos me rodearon. Me convidaron con sus pastillas y moquearon conmigo. Nos levantábamos al alba para verlo regresar.

Por rebeldía y protesta comenzaron a darme sus pastillas y yo las guardaba. Al mes tenían la coherencia para organizar una fuga y salir a buscar a Orlando conmigo.

Cuando estaba casi pronto el escape nos avisó un enfermo que mi hermano estaba internado en enfermería. Y comenzamos a peregrinar para visitarlo.

Supimos que estaba muerto antes que dejara de respirar, su cuerpo mustio, sus alas vencidas, los ojos sin brillo, la fuerza derrotada.

Cuando lo enterramos el cortejo de locos conmigo adelante moqueaba y lagrimeaba con genuino dolor. Enterramos al verdadero gran escapista.

En la tumba de tierra pusimos el libro y el arsenal de pastillas coleccionadas y vimos cómo la lluvia mansa regaba todo.

Nos escapamos esa misma madrugada y nos alejamos de prisa sin volver la cabeza. No podíamos saber que la tumba florecería.

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