Las hojas de los árboles no terminan de crecer. Hemos vivido un invierno inusualmente largo. En nuestros anteriores aniversarios ya se podía ver incluso alguna flor despistada entre el césped por fin descongelado.
He comprado las mismas flores durante los últimos cincuenta años. A ella solo le gustan las lluvias, las más simples y ligeras. «Las flores de las nubes», recuerdo que solía decir. Al principio le regalé rosas, gerberas, lirios… pero no producían el mismo brillo en sus ojos y terminaban por quedar olvidadas en alguna esquina.
Este año las he encontrado sutilmente teñidas de rosa. Les he pedido que las mezclen. «Ahora parecen un trocito de atardecer», imagino que diría ella sonriendo.
Esa sonrisa siempre me volvió loco, desde el mismísimo día en que la conocí. Abierta, espontánea, en algunas ocasiones burlona. Otras muchas veces irónica, juguetona, incluso estando enfadada nunca desaparece. Aunque a veces lo deseo. Siempre para mis adentros y en un susurro, pero lo hago.
El hospital no es tan triste como uno imagina que debe ser. La habitación es cálida y, debido a sus manías, no la comparte con nadie. A veces pienso que va a a dejar un surco en la tarima de tanto andar y desandar el camino a la ventana. Cinco pasos exactos desde la cama hasta la vidriera, oscurecida en las horas de sol. De la otra parte de la habitación ya no se acuerda; es como si supiera que el exterior es peligroso para ella y hubiera decidido olvidar que hay una puerta de salida.
Como siempre, me pregunta qué tal tiempo hace. Es la mejor manera de romper el hielo con un extraño, ya sea en un ascensor o en tu propia habitación.
Ríe nerviosa cuando le doy las flores y la felicito por nuestras bodas de oro. Sus ojos se empañan ligeramente mientras las roza con las puntas de sus delgados dedos. Sonríe soñadora. Cuando me atrevo a tocar su mejilla, se sobresalta. Sin dejar de mirarme, se levanta y se acerca a la ventana. Nunca se desvía del camino.
Me vuelve a preguntar si fuera hace mucho frío. Le explico que la primavera se resiste a llegar, aunque el día es exactamente como a ella le gusta: frío pero con sol para calentarse las mejillas. Sonríe emocionada al mirar por la ventana. Supongo que imagina esa sensación tantas veces disfrutada.
Sin poder evitarlo, le digo que siempre estuvo muy guapa con la nariz enrojecida por el frío. Se gira mientras me mira con ojos confundidos. Su sonrisa es vacía. No sabe quién soy. Otra vez he cruzado la línea y la he hecho sentir insegura. Mi voz interior quiere gritar, pero la acallo hasta ser de nuevo un susurro irreconocible. No puedo desearlo delante de ella. No en este día.
Mientras recojo mis cosas, le voy comentando que me tengo que ir porque nuestros nietos van a venir a merendar a casa. Le prometo que volveré con ellos un día que podamos salir a pasear. Me observa con curiosidad, sentada en el alfeizar de la ventana aún con las flores entre sus manos.
Me pregunta si el día es tan frío como parece. Levanto los guantes con un gesto de resignación y contesto que la primavera se está haciendo de rogar.
Ya con el abrigo puesto, me encamino hacia la puerta. Antes de salir, me giro y la contemplo, algo que siempre suelo hacer. Está tan hermosa como cuando la conocí. Es extraño porque está aquí, la veo y puedo olerla, a veces tocarla, pero no la siento presente. Esa falta de presencia es la que me hace desear lo indeseable. Si ya no está, que no esté de verdad.
Levanta la mirada y por un segundo sus ojos brillan. —Son como nubes… las flores de las nubes. —Me dedica una de esas sonrisas reservadas para mí, que únicamente ella y yo entendemos.
«¿Cuántas más quedan en su interior? Solo por ellas deseo que siga aquí conmigo», pienso sin susurrar esta vez.
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