El precio de la vida

El precio de la vida

Ana Núñez

28/01/2019

Rafael se levantó apenas salió el sol para bañarse e ir a trabajar, como todos los días. Pero, ese lunes sería muy diferente a las semanas anteriores. Llevaba diez años en las oficinas de la empresa de agua potable de su pueblo, la gente lo conocía de pequeño, era hijo de un conocido poeta y jardinero, don Galvarino. Así como su padre, Rafael tuvo que trabajar desde muy joven para sustentar a su familia; dos hijas y Virginia, su esposa, quien padecía una rara enfermedad llamada lupus que la llevó a estar postrada durante años.

Virginia había tenido, poco antes de que la diagnosticaran, a su segunda hija, Amanda, que nació con múltiples complicaciones, producto del estado grave que tenía su madre al momento de quedar embarazada. Amanda sufría de apnea, asma, no podía caminar a sus 3 años, pues uno de sus pies era más pequeño que el otro. Sin embargo, Amanda era una niña feliz, amaba a su hermana y hacía lo imposible para arrastrarse e ir a buscar los libros que tanto le gustaba que su padre le contara. Rafael y su pequeña hija habían desarrollado una complicidad que poco se comparaba con su hija Lucía de once años, quien era una niña sana y muy deportista.

Las pocas horas que Rafael veía a su familia, después de su larga jornada laboral, las transformaba en momentos mágicos y llenos de amor. Como su compañera estaba en cama él llegaba y cambiaba su ropa formal por el pijama de dibujos animados que compró para jugar con sus hijas. Todas las noches, antes de leer un cuento, Rafael inventaba las historias más impresionantes. Había sido el pirata que trataba de robar el tesoro que escondía Virginia en la pieza, mientras Amanda, escondida bajo la cama, trataba de impedir que el malvado se acercara a su guarida. Lucía, junto a su larga y filosa espada de juguete se tiraba valientemente sobre el pirata para salvar a su madre y proteger el tesoro de libros que intentaba robar. Fueron meses duros para Rafael, porque a pesar de que hacía su mayor esfuerzo para mantener feliz a su familia, no podía soportar que dos de las mujeres que él amaba sufrieran, quería tanto que se mejoraran que empezó a trabajar hasta los domingos, para poder juntar dinero y pagar los exámenes que Virginia necesitaba constantemente y así poder buscar una cura a su enfermedad degenerativa.

Ese lunes, cansado y adormecido después de haber trabajado todo el domingo, Rafael sintió un mal presentimiento, no quería ir a trabajar, él deseaba quedarse acostado hasta tarde, ver a su esposa y amiga desde que eran niños levantarse y caminar hasta la ventana, verla tomar su café cargado como lo hacía siempre. Quería verla desnuda y poder abrazarla y que ella también pudiese abrazarlo, como cuando eran jóvenes y se escapaban al cerro, donde pasaban horas haciendo el amor y mirando el cielo, donde le contó que estaba embarazada y que quería que se llamara Lucía si fuera mujer, como su poeta favorita, Gabriela Mistral. Pero, no lo hizo, partió a su trabajo, con sus zapatos lustrados y su camisa azul. Se puso su morral donde guardaba las cartas y dibujos de sus hijas, partió a la pieza a despedirse, como todas las mañanas, las besó en la frente y le dijo cuánto las amaba, que eran todo para él y que por ellas trabajaría hasta viejito su fuese necesario.

La hora de colación duró apenas unos minutos, Rafael recibió un llamado se su madre, quien se encontraba en casa cuidando a la familia y a Virginia, quien no podía moverse de la cama. Estaba llorando y no podía terminar de hablar, solo alcanzó a decir que se fuera inmediatamente, que lo necesitaban en casa. Rafael llegó y se encontró con una ambulancia y muchas personas afuera de su hogar, la desesperación de saber qué pasaba lo abrumaba cada vez más, llegó corriendo hasta donde se encontraba su madre, llorando. Había muerto, su hija Amanda partió, no alcanzó a contarle un cuento, ya no podría jugar con ella nunca más. Había muerto, la más pequeña de sus hijas se fue en el sueño, justo después de que él se despidiera y llegara su madre a cuidarlas, quien pensó que Amanda quería seguir durmiendo. Había muerto, su compañera, su hija, la más pequeña, la que le pintaba las uñas y los labios, la que decía que era su príncipe y guerrero, la que le hacía cosquillas en los pies, la que quería ser como la hermana y poder correr toda la cuadra. Había muerto.

No hubo consuelo, el llanto y la tristeza se apoderó de Rafael esos días. Después del funeral de su hija, al cual Virginia no pudo asistir por los dolores que conlleva sacarla de la cama, la tranquilidad no volvió, ni la felicidad tampoco. No entendía, no podía entender por qué la vida es tan frágil, por qué se llevaron a su hija, a la que amaba tanto, por la cual se desveló horas mientras dormía para que la apnea no interrumpiera su sueño. Se culpó por no seguir levantándose cada noche y ver que respirara bien, se culpó por haber ido a trabajar ese día, porque no quería, se culpó por trabajar tanto y no haber estado más tiempo con ellas, se culpó por no decirle aún más veces que las amaba, no entendía, no podía comprender por qué la vida era así con su familia.

Pasaron varios años para que Virginia se recuperara y volviera a ser la mujer vital que había sido siempre, su hija Lucía había sacado el primer lugar en las carreras escolares ese año. Rafael se quitó la vida mientras su hija era premiada en la escuela. Dejó una carta de despedida donde pedía perdón, por no tener la fuerza para seguir viviendo, pues la vida ya se la habían quitado hace un tiempo, cuando su hija Amanda no volvió a despertar.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS